La conquista de El Imperio

Esta es la historia de todo lo que tuvo que pasar para que en uno de los momentos más álgidos de la pandemia, el Teatro Adolfo Mejía de Cartagena —escenario de grandes eventos culturales nacionales e internacionales— le abriera las puertas por primera vez a un picó, un de los elementos más populares de la idiosincrasia afro cartagenera, derribando así un pequeño tramo del enorme racismo que habita la ciudad.

Fecha: 2020-11-27

Por: Teresita Goyeneche Perezbardi

Ilustración: Natalia Ospina Meléndez Fotografías: Víctor López, Arnaldo Iriarte

La conquista de El Imperio

Esta es la historia de todo lo que tuvo que pasar para que en uno de los momentos más álgidos de la pandemia, el Teatro Adolfo Mejía de Cartagena —escenario de grandes eventos culturales nacionales e internacionales— le abriera las puertas por primera vez a un picó, un de los elementos más populares de la idiosincrasia afro cartagenera, derribando así un pequeño tramo del enorme racismo que habita la ciudad.

Por: TERESITA GOYENECHE PEREZBARDI

Ilustración: Natalia Ospina Meléndez Fotografías: Víctor López, Arnaldo Iriarte

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Dicen que primero hubo pies. Unos pies negros y callosos danzando inclementes sobre la tierra áspera y amarilla. No se sabe si antes del tambor vino el ritmo de esos pasos, pero sí que la cadencia era incesante y el alcance tan intenso que los más rezanderos, encerrados en la ciudad blindada, confundieron la música con brujería. Luego vino el tótem: estrepitosos parlantes que no dejaban distinguir la melodía de su eco y del zumbido que quedaba cuando había pasado el estruendo.

Cuando fue inevitable, llegó la palabra. Esa que se apoderó de lo nunca escrito y sobre todo de lo bailado. Le llamaron Champeta y en tres décadas pasó de ser un invento salido de la imaginación de hombres y mujeres, a cargar la memoria fresca y renovada de todo un pueblo. Un día, en medio de una plaga asfixiante que cubrió al planeta entero, las puertas de la ciudad se abrieron y aquel ritmo indescriptible se apoderó del escenario, de los balcones de oro y las losas de mármol reclamando lo que jamás le fue ajeno.

Dicen que primero vinieron los pasos, pero lo cierto es que primero estuvo la leyenda, las censuras y los miedos. Y ahí estaba Cartagena, y aquí sigue estando. Nada ha cambiado, aunque ahora parece que la ciudad es otra. Me desbordaré un poco narrando esta historia, pero espero lo entiendan. No hay otra forma, nunca la ha habido.

I

La pantalla se va a negro y como si fuera el lanzamiento de un cohete hacia un planeta inexplorado, comienza la cuenta regresiva: cinco, cuatro, tres, dos, uno. De la oscuridad, una centella abre el plano. Estamos sobre el escenario del Teatro Adolfo Mejía de Cartagena de Indias, en el Caribe colombiano. La entretela es una pantalla sicodélica y del cielo caen luces como rayos láser. “Año 2008, se le da vida a una idea”, dice la voz de un narrador invisible. Y con ella, el nacimiento de un nombre… ¡El Imperio!”, clama la voz. La silueta de dos hombres se dibuja sobre las tablas: de pie tras una mesa que por su majestuosidad bien podría ser un trono y que carga teclados, monitores y parlantes.  

El plano se abre más y ahora la imagen se vuelve nítida dejando ver la sala principal del teatro completa, con sus sillas de terciopelo color borgoña y sus balcones barrocos todos vacíos. El punteo tropical de una guitarra eléctrica rompe con el misterio mientras uno de los hombres en tarima agarra el micrófono.

“Estamos en el concierto virtual imperialista. ¡Entra, dale, dale!”, exclama el hombre. En condiciones normales el picó1 sonaría en un lugar enorme y abierto. La gente se encontraría afuera del evento para tomar y escuchar la música, mientras esperan a su artista favorito. Por eso el animador hace el llamado desde adentro para que ingresen y se prenda la fiesta. Esta vez, sin embargo, el llamado es un mero formalismo porque el evento no tiene audiencia in situ. El narrador continúa, ahora cantando: “Flaco, Flaco Iriarte”, Y, Aroldo Iriarte, fundador del picó El Imperio, alto, juvenil a sus 54 años y emocionado, levanta el dedo pulgar desde donde observa el espectáculo: detrás de las cámaras que graban y los monitores que controlan luces y sonido.

Es la noche del 29 de agosto de 2020. El mundo atraviesa ya seis meses de una pandemia que ha tenido a la humanidad enferma o encerrada. En Colombia ese día mueren casi trescientas personas a causa de la Covid-19. Pero ahí, en el Teatro Adolfo Mejía, lo que ocurre es inédito por otras razones. Por primera vez en más de cien años de historia de este, que es el teatro público de la ciudad, se presenta un picó en sus instalaciones. Esto, a pesar de que tanto teatro como picó son elementos indispensables de la idiosincrasia cartagenera.

“De pronto, si no hubiéramos estado en pandemia, nunca se nos habría ocurrido meter el picó en el Teatro”, me dirá Aroldo días después. “Ya lo habíamos hecho en el Centro de Convenciones, pero esto no lo habíamos pensado”.

A principio del año, semanas antes de siquiera pensar en la llegada del coronavirus al país, Harold Iriarte ––su hijo y gerente de Imperio Producciones–– fue al Teatro Adolfo Mejía donde estaba la oficina de Rubén Egea, recién nombrado coordinador tanto del teatro como de la Plaza de Toros de la ciudad. La cita tenía como objetivo programar la agenda de febrero de El Imperio en la plaza, escenario regular de los principales picós de la ciudad.

“¿Alguna vez has entrado al teatro?”, le preguntó Egea a Harold. Y el hombre respondió que no con la cabeza.

Entonces Egea le pidió al equipo técnico que iluminara la platea mientras caminaban de su oficina al escenario. A Harold le indicó, en medio de sombras, dónde pararse: justo en el centro del tablado. El telón de boca se abrió, entró la luz y el espacio ámbar brilló para él. Los ojos de Harold se encharcaron y la piel se le erizó, no solo por él, sino por su padre, su abuela y toda la gente que vino antes que ellos. Aquel espacio antes inimaginable era ahora una posibilidad.  “Lo haremos pasar”, le dijo Egea. Y, Harold altivo respondió: “Eso va”.

Y fue.

Seis meses después de tener la máquina apagada, El Imperio estalló en aquel mismo escenario convocando a más de siete mil usuarios en el sitio web oficial y, se estima ––haciendo cuentas conservadoras––, por lo menos a cinco mil más desde enlaces piratas. Una cifra inaudita para un evento en el Teatro Adolfo Mejía, que tiene un aforo inferior a las setecientas personas.

El evento se dio, no sin antes superar la resistencia de varias personalidades de la industria cultural cartagenera que se negaron a la posibilidad de un picó en un espacio siempre reservado para espectáculos como el Hay Festival, el Festival Internacional de Cine de Cartagena, el Festival Internacional de Música Clásica, o eventos políticos y sociales como matrimonios, y en raras ocasiones abierto a representantes de la cultura popular. El concierto se dio, sí, pero con la condición ––amparada en las políticas de bioseguridad–– de que ni una sola persona pusiera un pie en el recinto. Un dato importante, tomando en cuenta que el público tradicional de El Imperio está compuesto, en general, por personas negras y habitantes de los barrios más empobrecidos de la ciudad.

Picó: sistema de sonido monumental, con personalidad propia y poseído por el espíritu milenario de su dueño y sus ancestros. En el picó suena principalmente ––y a veces exclusivamente–– champeta y una vez se enciende solo es posible apagarlo cuando el último picotero desfallece ante el cansancio y la saciedad.

II

Sentado en uno de los varios palcos del teatro, con la luz de un reflector golpeando su gorro blanco de esquiador y sus lentes de sol, JManny ––famoso por su tema “La tóxica” –– mira a la cámara mientras suena el himno de Cartagena. JManny se levanta, se acerca el micrófono a la boca y dice: “lo hicimos posible, estamos aquí en el teatro. ¡La champeta se respeta!”, y camina hacia el escenario a interpretar su gran éxito. Comenzar su presentación con el himno es una elección interesante porque justamente desde 1998 el teatro lleva el nombre de quien lo musicalizó, Adolfo Mejía.

El Teatro Municipal de Cartagena se inauguró a principios del siglo XX, durante la celebración del primer centenario de la ciudad, para dar solución a una carencia identificada por el gobierno local. Hacía falta un espacio en el que la gente pudiera acceder a representaciones culturales y no se contemplaran los beneficios económicos. Así lo señala la página del Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena de Indias (IPCC). La construcción, diseñada por el cartagenero Luis Felipe Jaspe, tuvo influencia del Teatro Tacón de La Habana, ciudad entonces considerada un hito cosmopolita del Caribe. Sus majestuosas escaleras construidas con mármol blanco de Carrara fueron transportadas en barco desde Italia; las cenefas de la tribuna fueron elaboradas en yeso y cubiertas con láminas de oro de 22 quilates.

Durante esos primeros años, por sus tablas pasaron óperas italianas, zarzuelas españolas y más de una decena de compañías extranjeras que vinieron a suplir la necesidad de la élite económica y cultural local de tener un poco de eso que se vivía en los soñados veranos europeos.

Coherente con el concepto hispanófilo de cultura propio de Cartagena, como escribió en 1999 la investigadora y gestora cultural Gina Ruz, en 1933 cambió el nombre de Teatro Municipal a Teatro Heredia. Se hizo para conmemorar 400 años desde que el madrileño Pedro de Heredia fundó Cartagena de Indias en las tierras que tres años atrás había conquistado gracias a una campaña devastadora. La decisión apoyada por esa misma élite daba un guiño al bien sabido orgullo ancestral de muchos cartageneros por su herencia europea.

El Teatro Heredia fue por décadas un templo de las artes escénicas de la ciudad, hasta que en 1970 el abandono y el deterioro de sus estructuras dieron pie al cierre del edificio durante casi treinta años. La restauración, que tomó once años, le agregó esplendor al recinto, entre otras por la bella intervención del maestro cartagenero Enrique Grau, que pintó las nueve musas de las artes y la ciencia en un techo que parece el infinito universal.

Cuando en 1998 se reinauguró el teatro, también se abrieron un par de debates que aún hoy siguen teniendo vigencia. El primero surgió por el rebautizo del teatro de Heredia a Adolfo Mejía, un hombre que, según el texto de Ruz, era de gran importancia para la cultura cartagenera porque “logró hacer música culta con un fuerte componente popular, reivindicando la cultura mulata, zamba, mestiza, en una ciudad en la que la élite se inclinaba (y todavía lo hace) hacia una inexistente pureza hispánica”.

Ante esta decisión tomada por la entonces administración de Nicolás Curí, notables como Vicente Martínez Emiliani, la historiadora Adelaida Sourdís y hasta el pintor Enrique Grau protestaron y hay quienes aún hoy, más de veinte años después, lo siguen llamando Heredia, no por despiste, sino por determinación.

El otro debate indagaba en el uso que debía tener el teatro. Hace veinte años, según el mismo texto de Ruz, había dos posiciones. Una, expuesta por Álvaro Restrepo, coreógrafo y hoy director y fundador del Colegio del Cuerpo, quien pensaba que el teatro debía ser un espacio para la consagración, la excelencia artística y el profesionalismo. La otra, expuesta por el fallecido escritor y periodista Jorge García Usta, quien señalaba que debía ser un espacio tanto para figuras consagradas, como para artistas locales emergentes y en formación, considerando que ante la grosa inequidad más que visible en la ciudad caribeña, el acceso a los recursos públicos para el desarrollo de la cultura debía ser igual para todos.

De vuelta a 2020, cuando el IPCC, liderado por la artista, curadora y productora cartagenera Saia Vergara, confirmó la presentación de El Imperio en el teatro, un evento privado con intervención pública, personalidades como la actriz Myriam De Lourdes manifestaron su desacuerdo en varias plataformas. En una publicación de Facebook, la actriz arguyó: “el teatro es para artes escénicas y no tiene nada que ver con igualdades, ni esclavitudes, ni todo ese verso del IPCC que ahora excluye en vez de unir (…)

“Los blancos”, escribió, “también somos cartageneros”. Sus comentarios recibieron la aprobación de varios de sus pares.

El diplomático Jorge Dávila Pestana, miembro de la junta directiva del IPCC y vicepresidente de la Academia de Historia de la ciudad, pidió la suspensión del evento alegando, entre otras cosas, que el diseño de la estructura ornamental del teatro, que es madera calada, estaba pegado con resina epóxica, dándole una absoluta fragilidad que exige al mantener una quietud que solo se rompe con aplausos, ovaciones y nada más. El picó, por otro lado, tenía otra naturaleza. “Degrada su condición de teatro lírico por excelencia”, reclamó Dávila Pestana en una conversación telefónica. “Su presentación significó, la última gota que llenó el envilecimiento total del teatro… No había razón valedera para presentar el picó en el teatro porque no es un patrimonio, como lo han querido presentar… Para calificar de patrimonio, debe tener ciertas características que lo eleven a dicha condición, como hallarse fuertemente vinculado con la identidad de una región o ciudad, haberse transmitido de generación en generación. Ni el picó, ni la champeta han sido declarados patrimonio, ni tienen esas características”, afirmó.

Pero El Imperio en particular y la champeta en general son justamente eso que Dávila Pestana niega. Aunque no es una manifestación matriculada a la tradición lírica, sí está adherida a la tradición de la ciudad y los años le han agregado nivel y técnica. Hoy en el Adolfo Mejía, El Imperio explaya un espectáculo que a pesar de los tropiezos propios de la experimentación ––al principio hubo dificultad para entrar a la plataforma y a ratos se pierde la señal––, cuenta con una imagen de alta definición, sonido cristalino, sincronía y movimientos coreográficos de cámara, músicos y bailarines. La composición escénica y melódica repica y vibra cada vez que DJ Cristian Bassa ––el único que lleva tapabocas en escena–– estrella sus dedos contra la caja de efectos de sonido. Esto es entretenimiento ensayado, probado y sostenible, una maestría que no comenzó esta noche, sino treinta y cinco años atrás con una madre y la historia de la compañía que es hoy Producciones Imperio.

III

Cuando Aroldo Iriarte tenía 14 años, su madre, Ángela Arias, compró en el mercado de Bazurto dos cajas de sonido para animar la venta de cerveza que tenía en el patio de su casa. Vivían en Rocha, un corregimiento de Arjona, Bolívar, a cuarenta minutos de Cartagena. Pronto el invento de Ángela, a quien llamaban La Niña, cogió fama: las cajas de sonido que antes eran dos se convirtieron en cuatro y el equipo empezó a ser llamado alegremente El Rey de Reyes.

“La primera casa del pueblo era la de mi mamá”, cuenta Aroldo. “Todo el mundo llegaba ahí y se armaba. Eran fiestas de pueblo, de Semana Santa”. Ante el éxito del Rey de Reyes, Aroldo y sus cuatro hermanos empezaron a comprar discos de música antillana y africana. Cada picó tenía sus originales, sus exclusivos. Gracias al Festival de Música del Caribe que desde principios de los 80 se celebraba anualmente en Cartagena y al abanico de artistas que se presentaban en su cartel con géneros antes impensables como el sukus, el calipso, la chalupa, el juju, el reggae, o el son cubano, se encendió la fiebre de coleccionistas y picoteros, como los Iriarte, por conseguir discos que distinguieran su tribu de todas las demás.

Ya la palabra champeta había empezado a circular en las esferas de la música popular entre los 70 y los 80. “Se usaba entonces para referirse a un tipo de persona que era asidua del picó”, cuenta Rafael Escallón, fundador de Roztro, organización que estudia la etimología de la champeta, no solo como género musical, sino como movimiento cultural. En esos años llegó El Rey de Reyes a Cartagena ––desde entonces llamado El Rey de Rocha–– creando el espacio y las condiciones creativas para el surgimiento de nombres que ahora son leyenda dentro del mundo champetero como son Charles King, Viviano Torres, Mr. Black, Kevin Flórez, y éxitos como el Pato Donald, Los caballeros del zodíaco y El perro que habla.

Al final de la década de los 2000 todo cambió. “Yo administraba El Rey y tenía una discoteca en el barrio El Bosque que se llamaba Donde El Chawala”, cuenta Aroldo. Se llamaba así por el apodo de su hermano Noraldo. “Yo quería independencia y renuncié al Rey, pero la gente igual seguía saliendo del picó y yéndose a rematar a mi discoteca”. Entonces tuvo una idea: “Para ganar plata hay que trabajar, pensé. Viendo que el negocio era bueno, metí [a la discoteca] viernes y sábado unas maletas2 pequeñas, unos picós pequeños y me fue muy bien”.

Aunque hubo éxito, al poco tiempo venció el contrato del local y a Aroldo le tocó montar el negocio en otro sitio, pero esta vez no funcionó porque el barrio era muy peligroso y a los pocos meses cerró para siempre. El siguiente paso fue arrancar de cero; aliado con Harold Sarmiento, El Pantera, convocaron a varios djs del picó El Travieso, entre ellos Kevin Men, Mono Figura y Sonwil Muñoz, y organizaron eventos con cuatro bajos. Cuando ya habían probado que podía funcionar, lo aumentaron a seis y medio y así, el 2 de febrero de 2008, El Imperio se presentó por primera vez.

Doce años después, en la misma fecha, El Imperio convocó a más de diez mil personas en la Plaza de Toros de Cartagena para celebrar su aniversario y ahora, en esta noche de agosto, probablemente superó esa cifra convirtiéndose en el primer picó profesional en presentarse en el Adolfo Mejía. “Cuando uno hace las cosas, las hace con intención de surgir, pero la verdad nunca pensé que nuestra evolución fuera a llegar a esto”.

Ahora la operación está en manos de sus hijos. Harold, que es contador, es el administrador. Su otro hijo, Arnaldo, maneja las redes sociales. La cuenta de Facebook de Imperio Producciones tiene 104.000 seguidores y la de Maxiteca Imperio Producciones SAS tiene 141.000. Y así, como pasó antes con El Rey de Reyes, El Imperio se mantiene como un negocio que ha pasado de una generación a otra en más de una década de trabajo.

Los picoteros se refieren a las tornamesas, monitores y máquinas de efectos de sonido como maletas.

IV

Un par de horas entrados en el concierto, llega lo que muchos esperan. Hay un silencio corto, la pantalla se oscurece y un resoplido electrónico da paso a la voz del narrador: “año 1992… nace en Colombia, exactamente en Cartagena, un ser que nadie pensó lo podría hacer”. Es la presentación de Jader Peralta o DJ Jader Tremendo, la estrella de El Imperio, baterista apasionado, “papá del vacile y negro tenía que ser”, dice el narrador.  Se levanta el telón y en escena aparece Jader con saco cuello tortuga, blazer negro y las trenzas de puntas fucsias recogidas atrás. Como un bombazo, Jader empieza a rapear: “29 de agosto/ para los que no creían/ aquí me tienen/ en el Adolfo Mejía”. Detrás de la mesa y en medio de las luces y el humo de las máquinas, Alvarito Canoles, la otra superestrella del picó, lo acompaña controlando los efectos.

Unos días antes del evento, en el programa El Caribbean Show del canal Telecaribe, Juanda, el anfitrión, le pide a Jader que explique cómo es eso del picó. Jader se levanta de su asiento y camina hacia otro escenario donde Alvarito, protegido con un tapabocas, lo espera. “Vamos a espeluca’ esta vaina”, le dice Jader a Alvarito. Ambos están de pie detrás de una mesa sobre la que hay varios equipos. “Esto es el picó”, dice Jader. Alvarito toca un teclado que suelta una serie de sonidos parecidos al scratch que hace un disco cuando lo ralla la aguja de una tornamesa. “Alvarito se encarga de los efectos. Digamos que él es el acordeonero”, explica Jader con un carisma abrasador, comparando la champeta con el vallenato, un género ampliamente popular en Colombia y conocido en el mundo.

Ahora en el Adolfo Mejía, Jader y Alvarito son uno solo porque uno depende del otro para que este espectáculo hipnótico y desenfadado tenga efecto. El Tremendo levanta un dedo al cielo y se agarra el blazer con la otra mano: “míreme bien, señor. O es que tengo cara de extranjero” y baila: un pie para atrás, un pie para adelante. Enseguida entran cuatro bailarines que visten camisetas rojas de béisbol, el deporte de barrio cartagenero por excelencia. El plano ahora presenta a los hombres en escena desde atrás y al frente, la inmensidad gloriosa del teatro desocupado.

“Esto va para mi gente de El Pozón que está bien activa”, dice Jader en medio de la presentación. Se refiere a la gente del barrio donde está Las Antenas, un parqueadero que ha sido sede de El Imperio en varias ocasiones. El Pozón, ubicado en la zona suroriental, es además el segundo barrio más peligroso de la ciudad según varios análisis hechos por el Centro de Observación y Seguimiento del Delito de Cartagena (COSED). El segundo con más asesinatos, el segundo con más violencia intrafamiliar, el segundo con más violaciones. Solo es superado por el barrio Olaya Herrera, ubicado a diez minutos de El Pozón y donde dicen se inauguró la tradición de las casetas champeteras.

La zona suroriental de la ciudad y que bordea la Ciénaga de la Virgen tiene en común, aparte de la inseguridad, los altos niveles de pobreza y que la mayoría de su población es negra. No es coincidencia que la geografía de la champeta y la de la escasez local sean la misma, porque las unen su origen y un sistema estructuralmente racista que ha moldeado a Cartagena desde su fundación.

Las primeras semillas de la champeta como movimiento cultural se sembraron en Chambacú, una isla ubicada frente a la Ciudad Amurallada que a principio de los años veinte era un barrio de gente afro que prestaba servicios domésticos a las casas del Centro Histórico o que trabajaban en el mercado público de Getsemaní. El barrio creció irregularmente hasta convertirse en la gran barriada tugurizada de Cartagena. Como Chambacú quedaba en un área privilegiada y la ciudad fue declarada capital turística del país en 1943, según datos de la tesis doctoral del historiador Orlado Deavila Pertuz, entre 1955 y 1971 el gobierno local ejecutó un proyecto de reubicación de la población del barrio en aras del desarrollo turístico, desplazándolos hacia la periferia.

En un hilo de Twitter escrito durante los días del debate por la presentación de El Imperio en el Adolfo Mejía, Deavila Pertuz compartió una publicación de 1969 de El Espectador titulada “Discriminación racial en Cartagena”, en la que se denunciaba que el Teatro se había negado a realizar un evento para niños de Chambacú en sus instalaciones. “Los administradores del Teatro se excusaron afirmando que este no estaba hecho para albergar esos espectáculos, aunque luego se reveló que solía ser utilizado para eventos infantiles. Entonces, ¿Por qué la negativa?”, se preguntó el historiador.

Con el desplazamiento de los habitantes de Chambacú se dieron las condiciones para que lo que antes era una actitud de nicho se expandiera y reprodujera por toda la ciudad. Ser champetúo empezó a significar ser un negro cartagenero. Y si el movimiento nació en Chambacú, Bazurto ––el mercado público–– fue su cuna. A los vendedores de fruta, pescado y carne se les decía champetuos porque así se le llamaba al cuchillo que usaban para trabajar. Un personaje emblemático como Elio Boom, famoso desde que en 1994 sacó el tema “La Turbina”, en los 80 podía ser encontrado cortando caña en el mercado. Por eso, cuando al final del milenio el movimiento se hizo imparable y el sonido adquirió su propia personalidad, al género musical que por años llamaron terapia criolla le rebautizaron con el nombre de champeta porque su scratch sonaba como sonaban esos cuchillos gigantes al rozar el pavimento.

La situación racial en Cartagena no ha cambiado mucho desde entonces. Una tercera parte de la población cartagenera se reconoce negra y según un informe sobre racismo estructural en tiempos de Covid-19, publicado por el Proceso de Comunidades Negras en septiembre de 2020, ha sido la que ha sufrido con mayor intensidad los golpes sociales de la vida y la pandemia. Durante la cuarentena, en el departamento de Bolívar y sobre todo en Cartagena los homicidios aumentaron en un 10,6%. “La violencia tiene en esta zona cuerpo y cara negra”, dice el documento. Esto en un país en el que, según el informe, el 76% de población negra vive en la pobreza extrema, solo dos de cada cien llegan a la universidad y, de acuerdo con una encuesta sobre cultura política realizada por el DANE, el 8% de los encuestados manifestaron que jamás votarían por una persona negra.

En una rendición de cuenta solicitada por el concejal Javier Julio Bejarano a la policía metropolitana de Cartagena, se encontró que en 2019 se registraron ochenta y nueve casos de abuso policial y de enero a julio de 2020, cincuenta y tres. La cifra incluye el caso de un niño que recibió una bala perdida en el barrio Lo Amador, el asesinato del futbolista Harold Morales ––de 17 años–– a quien la policía acusó de ser pandillero después de fallecer y el de Mariano Morales, un hombre de setenta años que hacía arreglos a su casa cuando recibió una bala perdida disparada por la policía. En los tres casos, las víctimas eran negras y habitantes de esa geografía sureña y violenta que hace catarsis a través de esas “manifestaciones impúdicas”, como las llaman, indignados, aquellos que se oponen a eventos como el de El Imperio en el Adolfo Mejía.

Apenas hace un año salió a la luz un audio filtrado por el periodista Antonio Canchila en el que Vicente Blel Saad, ex senador condenado por parapolítica y padre del actual gobernador de Bolívar, decía sin vergüenza que “el negro es flojo, no le gusta trabajar… vaya usted después del pie de la Popa pa’llá pa’ que los vea con el picó prendido bebiendo cerveza”. Para Jorge Dávila Pestana, que asumió la vocería de aquellos en contra del concierto, la champeta necesita “lavarse más” antes de merecer ese espacio y aseguró que el racismo es un invento de nuestra generación. “Cuando tú estabas pequeña (en los 90) se empezó el cuento de los afrodescendientes, pero aquí no ha habido discriminación. Mira que las empleadas domésticas y las nanas de nuestros hijos son negras y vivían con uno”, explicó el diplomático.

Esos mismos negros estaban, sin embargo, lejos de entrar al teatro de sus patrones. Un teatro donde se mueven con sentido de pertenencia autores, directores de cine y figuras locales, en su mayoría hombres blancos y mestizos, cuyas fotos luego asaltan las páginas sociales y culturales de los principales medios del país. Pero hoy en el Adolfo Mejía aparece en escena La colectiva, abriendo su espectáculo en el vestíbulo del teatro, y es evidente que algo ha cambiado. Esta vez frente y detrás de las cámaras hay figuras negras y no son solo bailarines y entretenedores, sino también empresarios como los Iriarte, productores, técnicos, ingenieros de lo imposible ––como dicen los intérpretes de La Colectiva–– y todo un aparataje de producción que dista de aquello incrustado en el imaginario local.

Cuando termina su show y antes de bajar del escenario, uno de los cantantes de La Colectiva cruza los puños sobre el pecho y grita: “¡por siempre Wakanda!”. Se trata de un grito de lucha adoptado por actores y actrices de Hollywood para apoyar la resistencia Negra en Estados Unidos y que hace referencia al país subsahariano inventado por Stan Lee y Jack Kirby para Pantera Negra, la historia del primer superhéroe negro en el mundo occidental. Entonces uno entiende que un comic es mucho más que un comic, que una película no es solo una película y que un concierto virtual es mucho más que simple entretenimiento.

V

“Si un picó no tuviera que dar tantas explicaciones, muy probablemente habría entrado al escenario del Teatro Adolfo Mejía mucho antes que nosotros”, escribió Aroldo Iriarte el 22 de agosto de 2020 en un comunicado de prensa. Pedía disculpas porque en el video promocional del concierto uno de los músicos se sentó en una delicada baranda del teatro y Dávila Pestana se quejó públicamente.

Unos días antes, Saia Vergara, directora del IPPC, se había visto forzada a aclarar que “los picós se escuchan a altísimos decibeles en espacios abiertos, pero evidentemente aquí, que será un concierto sin público, solo se usarán unas cabinas para que los artistas puedan seguir la pista”. Para cerciorarse de que El Imperio se comportara según la regla, el Establecimiento Público Ambiental (EPA) de Cartagena monitoreó el volumen de los equipos y así mantuvo al picó bajo control.

Mantener la champeta a raya no es nuevo. A principios de septiembre y en absoluto confinamiento en su apartamento de Bogotá, Ariadna Padrón, gestora cultural, profesional de la subgerencia de promoción y generación de oportunidades Comerciales de Artesanías de Colombia, picotera y cincuenta por ciento negra, recuerda que cuando era niña no la dejaban ir al mar. Esto me dice para explicar que desde niña entendió el afán que había en la ciudad por mantener lo negro bajo control.

Sin embargo, ya adulta logró escapar de esa cárcel estética. Ahora compró su boleta en preventa, puso una bola de luces en su sala y bailó durante las cuatro horas del evento. Vio a Papo Man, leyenda de ayer en el Rey de Rocha y de hoy en el teatro, bailando hasta derretirse; se deleitó con el teclado exquisito del Gran Benko, músico palenquero que goza de un talento tan cultivado que parece salido de un conservatorio; y cerró la noche con Jader y Alvarito. El evento la devolvió a casa después de meses de ansiedad y encierro. “Es que tanto Jader como Dávila Pestana son la ciudad… por eso estoy a favor de que el teatro sea para todas las artes”, concluye cuando le preguntó si cree que Cartagena es una ciudad racista. Tanto para ella como para Harold Iriarte, o para Rubén Egea, coordinador del evento desde el IPCC, el concierto no es una conquista del picó porque ya la ciudad estaba conquistada. También hay otras opiniones.

“Cartagena es una ciudad racista y clasista y estos actos simbólicos ayudan a reconciliar a las dos Cartagenas, aunque a mucha gente le moleste que se hable de esta división”, dice el concejal Julio Bejarano y agrega que el movimiento champetero tiene paralelos con otros movimientos estigmatizados como el del Hip Hop en Estados Unidos o el del Reggaeton en Puerto Rico.

“¿A cuántas personas podría sacar de la pobreza la champeta?”, se pregunta el concejal. “Daddy Yankee ahora es millonario y salió de un barrio tan agraviado como El Pozón. A medida que va evolucionando el gremio, tanto sus letras como la calidad de la música va mejorando. Esos contenidos que para muchos son molestos, cada vez apelan menos a estigmatizar a la mujer o a ser violentos, y siguen contando lo que pasa en el día a día del barrio. Todo eso es posible cuando se acompaña, se promueve y se forma”.

Llegando al final del concierto, el Adolfo Mejía sigue en llamas después de presenciar los pasos robóticos de Papo Man que acaba de sacudir la tarima. Jader retoma la palabra, felicita a todos los picós de Cartagena y de Barranquilla y dice, “yo voy a hacer un homenaje porque no quiero que solo El Imperio esté aquí, sino que todas las máquinas estén aquí”. Como un deux ex machina sonoro, la voz de Mike Char, el personaje insignia de Olímpica Stereo, la emisora de música popular más famosa del Caribe colombiano, invade el escenario:

Bailadores, aquí suena el disco locura del Rey, el del bóxer, el más pegado porque ustedes saben que El Rey es el único respetado.

Y con Alvarito y Jader controlando el picó, suena “Soy Champetuo” de Álvaro Cuellar, músico de El Rey de Rocha: “a mucho gusto y a mucho honor, soy champetuo hasta morir, con mucho gusto y hasta morir”, dice la pista.

Al Escorpión lo llevo en mi corazón, dice Mike Char…

Y suena un tema del picó Skorpion de Barranquilla: “Y yo que vengo cansado y lo primero que veo es un maniteteo, maniteteo, maniteteo”. Continúa el Erre Ese con “El barco va pa’lante” de El Afinaito.

Nacido en La Esperanza para orgullo de Colombia…

Y antes de que suene la pista, Jader encarnizado con la cabeza casi clavada en uno de los monitores de sonido, retoma el micrófono y dice: “también para todos los picó salseros y africanos, aquí en el lado izquierdo de mi pecho, y para la gente de La Esperanza”, y suena brevemente La Nena Mía del Jhonky.

Ya llega, clama Mike el omnipresente, El Passa Passa Sound System…

Y suena El Dever, un ritmo que es más parecido al reggae que a la champeta.

“Esto es lo que somos”, dice Jader mientras entran de nuevo a escena todos los músicos y artistas que han armado esta noche en el Adolfo Mejía.

Hemos sido testigos de un episodio como ningún otro. La fiesta se ha acabado y El Imperio ha conquistado con gracia una batalla contra el tedio y la monotonía del encierro y la muerte. “Fue algo muy especial”, dirá después Aroldo. “Los que más nos tiraron decían que esto era para gente vaga, gente champetúa, gente de barrio, pero esto no es como se lo imaginan”. Y no, fuera de todo imaginario, espejismo y prejuicio, la champeta es hoy un producto cultural internacional, bailado por Shakira en el Super Bowl y en las pistas de baile de la ciudad y del país entero. Cuando todo esto termine y la pandemia sea solo un mal recuerdo, quedará por verse si el Adolfo Mejía abre sus puertas a la audiencia nativa de la champeta y entonces, y solo entonces, sabremos si la conquista ha sido total, si este territorio ha cedido y si hemos mitigado algo de esa otra patología que sigue invadiendo nuestro sistema.