Balones en la cara, muñecos congelados y la maldición de la pantalla: los niños en casa en los tiempos del coronavirus

Fecha: 2020-04-28

Por: Santiago Wills

Ilustraciones:

LOS NAKED

Balones en la cara, muñecos congelados y la maldición de la pantalla: los niños en casa en los tiempos del coronavirus

Por: SANTIAGO WILLS

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LOS NAKED

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Una mañana poco tiempo después del inicio de la cuarentena, Amalia* y su hijo de ocho años se ubicaron ansiosos frente a la pantalla de un computador portátil. Hacía cerca de una semana, el 15 de marzo, el presidente Iván Duque había decidido suspender las clases en todos los colegios del país como respuesta al avance del COVID-19, la enfermedad que cuatro días atrás había llevado a la Organización Mundial de la Salud a declarar una pandemia. De ese modo, los cerca de 10 millones de estudiantes de Colombia se unían a los casi 1.500 millones en el resto mundo que debían permanecer en casa hasta nueva orden. De un día para otro, las instituciones educativas se vieron obligadas a transformar sus currículos, la modalidad de sus clases y las metas que habían diseñado para sus estudiantes a principio de año. Por su parte, los padres de familia debían idear un método para lidiar con la nueva situación: tendrían que trabajar, cocinar, limpiar, encargarse de sus niños y, en aras de su salud mental, buscar tiempo para sí mismos.

En Bogotá, Amalia y su esposo, un empleado a tiempo completo en una compañía de logística, organizaron un horario para su hijo de ocho y su hija de seis años, como primera medida frente a la cuarentena. Establecieron una hora de baño, una hora para las comidas y diferentes momentos en el día para pintar, jugar y realizar actividades que de alguna manera les permitieran aprender algo. Para Amalia, una docente universitaria, era fundamental que los niños siguieran escolarizados: “Le puse mucha garra al tema de que siguieran estudiando”, me dijo una tarde por teléfono, a principios de abril.

A los pocos días, el colegio de los niños, una institución del norte de Bogotá, envió la programación escolar. Tendrían que conectarse a Internet varias veces al día para asistir a clases por Zoom. Amalia siempre había intentado limitar al máximo el tiempo de exposición de sus hijos a las pantallas. Veían poca televisión y ninguno de los dos tenía teléfono inteligente, tableta ni mucho menos un computador. Por eso, la mañana de la primera clase, Amalia tuvo que ir a buscar su portátil del trabajo — que afortunadamente tenía en casa — , descargar la aplicación y sentarse a esperar al lado de su hijo mayor. Angustiados, pero juntos, vieron cómo poco a poco aparecían los rostros del profesor y los demás niños en la pantalla.

Como sucedió en muchos otros hogares del país, esa semana la conexión a Internet fue bastante deficiente. La pantalla se congelaba, el sonido fallaba y era necesario reiniciar el programa para poder volver a entrar a la clase. El hijo de Amalia, un estudiante promedio, tenía problemas para seguir las lecciones virtuales, pero se esforzaba por hacer las tareas. En cierta ocasión, cuando el profesor pidió una respuesta, el niño agitó la mano una y otra vez frente a la pantalla. En medio del ajetreo — otros estudiantes aprovechaban para molestar — no lo vieron. “¿Pero por qué no me llaman?”, le reclamó a su mamá. La escena se repitió varias veces en el transcurso de la semana y parecía afectar profundamente al niño.

Luego de varias clases, Amalia comenzó a notar que su hijo actuaba extraño. Buscaba excusas para evitar conectarse y, al final de la semana, lloraba antes de las clases. “No quiero que me mire nadie”, le dijo. “No quiero, no quiero, no quiero”, gritó. Se sentía alienado, me dijo Amalia. Como si no lo pudieran ver, como si no existiera.

Trató de tranquilizarlo, pero nada funcionó. Las clases por Zoom hacían todo menos enseñarle algo valioso a su hijo. Luego, poco antes de la salida a vacaciones, el colegio anunció que, después de Semana Santa, el horario escolar completo, las ocho horas diarias, se emularía de manera virtual. En el chat de WhatsApp del curso la mayoría de los padres estaban contentos, pues sentían que de esa manera los niños no se atrasarían y aprenderían lo necesario para avanzar adecuadamente con su educación.

Amalia se sentía derrotada, exhausta. No paraba en todo el día: o ayudaba a sus hijos con las clases o dictaba y preparaba las suyas, o limpiaba la casa o cocinaba, o sacaba tiempo para estar con su esposo o, en medio de este caos, buscaba tiempo para sí misma. Y ahora tendría que ayudar a su hijo con el uso del computador que tanto odiaba durante la mayor parte del día. ¿Por qué no se podía encargar ella de las lecciones? ¿Por qué no aprovechar para que los niños aprendieran a través de los juegos que los hacían felices? ¿Por qué el colegio, más bien, no colgaba algunas clases o lecciones y luego separaba por mucho un par de horas para que los profesores atendieran preguntas? ¿Pero ocho horas diarias? “Por donde lo mires es demente”, me dijo con voz cansada.

 

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Tras la aparición del COVID-19, gobiernos, académicos y empresas relacionadas con educación en todo el mundo iniciaron una carrera para intentar responder a la crisis educativa que inevitablemente se avecinaba. La UNESCO creó una coalición global para apoyar la enseñanza alrededor del mundo; China, el primer país afectado, habilitó un canal de televisión para transmitir lecciones de diferentes materias las 24 horas del día (el lema oficial: “Detengan las clases, pero no el aprendizaje”); decenas de profesores en Estados Unidos y otros países ofrecieron consejos sobre cómo adaptarse a la enseñanza en el hogar; y compañías como Google, Apple y Microsoft crearon centros de recursos, ofrecieron clases gratuitas para profesores y donaron recursos para facilitar la transición al aprendizaje remoto.

 

En Colombia, el Ministerio de Educación replicó varias de las iniciativas: impulsó las emisiones de programas educativos por radio y televisión, lanzó y mejoró plataformas virtuales como “Aprender Digital”, y gestionó recursos para mejorar la conectividad y continuar con el programa de alimentación escolar en casa. No obstante, al igual que en el resto del mundo, el esfuerzo se ha quedado corto. Apenas el 37% de los estudiantes de colegios públicos — unos 2.600.000 de los 7 millones totales, o un poco menos de dos de cada cinco estudiantes —tiene computador o acceso a Internet en casa, de acuerdo con el Laboratorio de Economía de la Educación de la Universidad Javeriana (le pedí al MEN cifras oficiales por medio de varios correos y mensajes de texto, pero no recibí respuesta). Más allá de eso, son pocos los hogares que tienen suficientes aparatos electrónicos para dar cuenta del trabajo de los padres y la escuela de sus hijos. 

 

En parte por ello, cuando el 6 de abril la Ministra de Educación anunció que todos los estudiantes del país permanecerían en aislamiento preventivo hasta por lo menos el 31 de mayo, Amalia y centenares de miles de padres de familia recibieron la noticia como un balonazo al rostro. Aunque se alegraban de tener tiempo para compartir en familia, ya muchos estaban hartos de hacer malabares para cumplir con sus obligaciones. Los que tenían hijos adolescentes — mayores de 13 años — tendrían que soportar a diario su adolescencia, y los que tenían hijos preadolescentes — entre ocho y 13 años — tendrían que verlos sufrir por no poder ver a sus amigos o compartir con otros niños de su edad, esa faceta social que, de acuerdo con los psicólogos del desarrollo, es tan importante a estas edades.

Pero los que más problemas tendrían, de acuerdo con varias psicólogas, pedagogas y docentes con las que hablé, eran los padres de familia como Amalia, con niños entre los dos y los ocho años. Aunque en esa etapa no sufren tanto por la ausencia de sus amigos y compañeros, sí exigen mucha más atención, actividad física y cuidado. “El encierro es una cosa antinatural frente a las necesidades de la infancia”, me dijo Claudia María Saavedra, una psicóloga con una maestría en educación enfocada en la primera infancia. Los niños pasan de estar en espacios de juego y de empezar los procesos de socialización con sus pares a pasar todo el día con adultos, que también necesitan sus propios espacios. Corren, saltan, gritan, patanean, patalean, molestan, se golpean, se caen y reclaman (a gritos, a golpes, cayéndose) la atención.

 

Hasta el momento las predicciones de los expertos parecen haber acertado: “El mayor reto ha sido conservar la paciencia y la cordura”, me dijo Marta Caraballo, mamá de dos niñas, una de dos y otra de cinco. “Te volteas y miras la sala y todo está patas arriba y no has hecho almuerzo y te llegan correos diciendo que no te van a pagar lo mismo que antes. Luego se caen duro y a uno le da susto porque no es momento de ir a la clínica”; “Ha sido una locura”, me dijo María José Romero, mamá de dos niños, uno de cuatro, otro de seis. “Les mandaron un horario de 9:00 a 14:30. Yo trabajo y mi esposo también. Nos acomodamos a lo que podemos. Algunos papás han sido súper agresivos con el colegio”; “Mi esposo y yo tenemos que estar pendientes todo el tiempo. Tenemos taller de español, taller de sociales, taller de na, taller de ta, taller de ma. Les tengo que explicar todo”, me dijo Laura Jiménez, mamá de un niño de ocho y otro de tres (y medio).

 

En poco tiempo, y como respuesta a la realidad, miles de padres, expertos y (no tan expertos) influencers empezaron a subir consejos, recetas y planes escolares para que la primera infancia no perdiera su avance educativo. Muchas de estas recomendaciones llegaron a las redes sociales de los padres de familia de los colegios: “Tuvimos peleas en los chats de papás porque había unas viejas mamonas que decían que los niños no iban a salir preparados de kínder”, me dijo la mamá de un niño de cinco años de un colegio bogotano. “Que juegue, que siembre matas”, añadió. “¡Está en kínder!”.

 

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Desde el inicio de la cuarentena, el juego, por razones evidentes, ha cobrado una importancia cada vez mayor en los hogares del mundo. Cuando a los adultos se les agotan las ideas o la paciencia, la solución es invariable: un juego de mesa, un juego para que ordenen la casa, un juego en la tableta, un juego en el celular, un juego en el patio (para los afortunados que tienen patio) o un juguete, cualquier juguete, para que sus hijos se entretengan, ojalá durante horas. Y esto, más allá del tiempo de calidad (y tranquilidad) que le pueda ofrecer a mamás y papás, pareciera ser más beneficioso de lo que uno creería para los niños.

 

“¿Qué me tiene feliz?”, me dijo en broma Irma Salazar, pedagoga, magíster en ciencias de la educación y gerente técnica de la Corporación Juego y Niñez, una entidad sin ánimo de lucro que promueve el juego en Colombia a través de ludotecas y actividades anuales alrededor del Día de la Niñez. “La cuarentena. Todos están hablando del juego en casa. Es el protagonista”. Cambió a un tono más serio y continuó: “Estamos en una situación de ansiedad y de incertidumbre y el juego nos hace entrar en un mundo de mentiras muy hermoso y muy cierto… El juego es inútil. Pero es de lo más importante en la vida del ser humano”.

 

De la mano de la Corporación Juego y Niñez, el actual gobierno ha hecho una apuesta por las ideas de Irma. La Primera Dama, María Juliana Ruiz; la Consejera Presidencial para la Niñez y Adolescencia, Carolina Salgado; y casi 820 enlaces, entre alcaldías, gobernaciones e instituciones locales, han hecho una invitación para que las familias de todo el país se conecten a través de Facebook Live y otros medios para celebrar el Día de la Niñez y fomentar la crianza amorosa. Más allá de las innovaciones tecnológicas, este no es asunto nuevo. Desde 1999, la Corporación Juego y Niñez ha promovido el juego por el juego mismo en Colombia, a través de convenios con el Gobierno nacional y numerosas empresas privadas. La idea fundamental, aparte de alegrar la vida de los niños y fomentar el cumplimiento del derecho al juego, consignado en 1959 en la Declaración de los Derechos de los Niños de la ONU, en la Constitución del 91 y en varias otras normas nacionales desde entonces, es que el acto de jugar contribuye al desarrollo de una serie de competencias ciudadanas, competencias socioemocionales y competencias relacionadas con el pensamiento creativo.

 

Una investigación reciente llevada a cabo por la Corporación y la Universidad Nacional durante cerca de cuatro años encontró que hay diferencias significativas en los componentes de participación y autonomía, convivencia, interacción en el juego y manejo de reglas entre niños que asistieron asiduamente — en aquellos lejanos tiempos antes de la cuarentena — a las ludotecas NAVES, un programa de formación desde el juego diseñado por la entidad, y niños que no lo hicieron.

 

Fuera de Colombia, la Fundación Lego, el brazo filantrópico del Grupo Lego, ha compilado una significativa serie de estudios científicos y de tratados psicológicos que soportan la mayor parte de las conclusiones del estudio y que, como fin último, apoyan el aprendizaje a través de juegos. Múltiples metaanálisis han mostrado, por sólo poner un ejemplo, que la participación en juegos cuyo fin era la resolución de conflictos contribuye al mejoramiento en las habilidades de manejo de conflictos y disminuye el comportamiento antisocial.

 

En Colombia, el programa Aulas en Paz, iniciado en 2015 con financiación del Ministerio de Educación por Enrique Chaux, profesor titular de los Andes, magíster y PhD en educación de la Universidad de Harvard, y otros investigadores de la misma universidad, ha obtenido resultados similares por medio de, entre otros, el uso de juegos de rol para escenificar diferentes conflictos. Ana María Velázquez, profesora asociada de los Andes y PhD en Psicología de la Universidad de Concordia, incluso desarrolló con su hermano un juego de mesa sobre piratas y Krakens, llamado “¡Aye!”, que ha tenido resultados prometedores a la hora de transformar las dinámicas de las clases y reducir la violencia en las aulas.

 

Hay, no obstante, una consideración que se debe tener en cuenta. Existe un sesgo de publicación hacia los estudios que muestran la efectividad de las intervenciones, como me señaló Ana María Nieto, PhD en Educación de la Universidad de Harvard, ex directora de Primera Infancia del Ministerio de Educación y hoy parte de la Fundación Lego. En otras palabras, los artículos que se envían y se publican en las revistas usualmente son aquellos en los que los experimentos son exitosos. Esto no quiere decir que el juego no contribuya al desarrollo de las habilidades mencionadas. Tan sólo que quizás vale la pena no poner todos los juguetes en una misma canasta.

 

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¿Hay alguna respuesta, entonces?

 

Muchos de los padres de familia con los que hablé me aseguraron que habían hallado el balance justo, la mano perfecta. Me enviaron fotos de tableros con horarios estrictamente divididos, me relataron sus viacrucis y me contaron los secretos que habían descubierto para convivir con sus niños, con sus parejas, con sus mascotas. Y por supuesto, cada horario, cada estación y cada fórmula era diferente.

 

De acuerdo con las expertas con las que conversé, cada familia debe ser consciente de sus circunstancias y debe adaptarse a estas. Debe, además, ser consciente del momento que vivimos. “Los papás tienen que entender que no van a poder hacer todo perfecto”, me dijo Claudia María Saavedra. “Es una situación que exige muchísima flexibilidad por parte de todos”.

 

Se deben barajar los naipes hasta alcanzar esa mano perfecta que permite que la familia continúe en el juego. “La idea es buscar un equilibrio en el medio”, me dijo Sara Saldarriaga, una psicóloga con una maestría en salud mental en niñez y adolescencia. “Un extremo es pensar que se debe ser un parque de diversiones y tener ocupado al niño todo el tiempo para que no se aburra. El otro extremo es pensar que la cuarentena va a ser el periodo para adelantar la universidad de los niños”.

 

Algo de estudio y algo de juego. O el uno entendido como el otro. “Los juegos bien diseñados son sistemas de aprendizaje que le plantean retos cognitivos a los niños”, me dijo Ana María Velázquez, psicóloga de los Andes y creadora del juego de mesa de los piratas y el Kraken. Un juego de mesa permite interacciones sociales fundamentales en estos tiempos de cuarentena, de acuerdo con Velázquez. Son alternativas a las pantallas y facilitan la interacción dentro de las familias. Nivelan el campo, crean relaciones horizontales y muestran que los padres también se equivocan, que no son los ídolos perfectos que algunos creen. Desarrollan su lenguaje, su capacidad de comprender al otro, su capacidad de relacionarse con el otro y su capacidad de enfrentarse y resolver conflictos. “Que un niño esté jugando implica que está aprendiendo”, concluyó.

 

Juegos de mesa, entonces. O tal vez no. Tal vez el niño no soporte estar sentado y utilice las fichas como proyectiles. Tal vez se aburra y use los dados como proyectiles. Tal vez aún no sea capaz de lidiar con la derrota y utilice el tablero como proyectil. Por qué no entonces, recurrir a los juegos de video, al tiempo en la cocina, a las pinturas en el baño, a las sábanas en las sillas, a la plastilina, al papel, al cartón, a las películas, al baile, a la música, al yoga, al origami, al fútbol, al patio, a las escaleras, al sótano, a la televisión. El naipe que funcione para seguir jugando.

 

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Desde finales de marzo, vivimos días de trastorno. Muchos sentimos un escozor en algún lugar recóndito de la mente que no nos deja estar en paz. Como si estuviéramos a punto de quebrarnos en cualquier momento. Y es normal. No sabemos cuándo se va solucionar esto. Cuándo podremos volver a reunirnos con nuestras familias y nuestros amigos. Cuándo regresará la normalidad, y qué forma, si no es la misma, tendrá esa nueva normalidad. Ignoramos los efectos psicológicos que este periodo tendrá en los adultos, en los adolescentes, en la primera infancia. Las consecuencias para los médicos. Los cambios para los negocios. Las implicaciones sanitarias, económicas, políticas, sociales, culturales…

 

No es extraño que los padres de familia no sepan qué hacer. En general, nadie lo sabe. El Ministerio de Educación ha hecho lo que ha podido, pero aún quedan muchos asuntos por solucionar. No hay una política sobre el manejo de las clases virtuales, una idea clara sobre cómo manejar la educación para los niños que tienen acceso a Internet, una idea difusa sobre cómo manejar la educación de los que no tienen acceso a Internet y faltan capacitaciones para profesores y acompañamiento psicológico serio para analizar el impacto de lo que están viviendo los estudiantes (y todos nosotros). Y no es de extrañar: nadie estaba preparado para esto. Por el momento, no hay respuestas claras a los problemas que tenemos. Al igual que los expertos que manejan la crisis, sólo podemos tomar decisiones informadas intentando reducir el daño al máximo.

 

“Ellos se cansan”, me dijo María Emilia Pardo, psicóloga organizacional y mamá de un niño de seis y otro de cuatro. “Hemos tenido domingos donde nos hemos visto las cinco películas de Piratas del Caribe, una tras otra. Al final jugaban. Mi sala se volvió un barco pirata y jugaron a los piratas todo el tiempo. Esto es más rico que sentarlos a pegar el triángulo. Pero si la sala es un barco pirata toda la semana eso no es un problema… Otro día les congelé en un tupper sus muñecos. Les dije que ayer vino un malvado y congeló a todas las criaturas pequeñas y que tenían que encontrarlas y salvarlas. Corrieron por toda la casa. Después de eso quedaron tranquilos”.

 

“Acá tenemos un régimen militar, porque si no organizarse es muy difícil”, me dijo Mónica Romero, mamá de un niño de cinco y una niña de dos. “Tratar de cumplir el horario que nos pusimos nos ha ayudado mucho… Tenemos juegos de puntos para recoger los juguetes. En el mercado les pedí un jurgo de chucherías. Cuando se portan bien les tengo plan de salchichas y Doritos. Me habría gustado que fuera un tiempo de parar y estar en familia, pero desafortunadamente el tema laboral ha sido muy complicado”.

 

“Los niños de jardín no tendrían que estar expuestos a ningún Zoom”, dijo la psicóloga Claudia María Saavedra. “A los más grandes sí habría que mantenerlos en cierta rutina — les hace bien una estructura — pero eso de copiar el horario de clase y de pasarlo a lo virtual no tiene sentido”.

 

***

 

Durante la Semana Santa, Amalia intentó preparar a su hijo para lo que vendría. “No hay que llorar”, le dijo, “no hay que hacer nada fuera de lo común. Probablemente vamos a tener que terminar el semestre o el año de esta manera, así hay que acostumbrarse”. Hablaron varias veces para que el niño tratara de enfrentarse a ese nuevo reto con cierta tranquilidad.

 

Seguía molesta con el colegio. Sentía que no había apoyo y que la institución no tenía por qué asumir que todos los niños se iban a adaptar a la nueva dinámica como si nada. Por lo demás, la idea de que su hijo estuviera empotrado frente a la pantalla del computador durante ocho horas cada vez le parecía más ridícula. “El tema es la forma cómo se enseña”, me dijo. “No están pensando en el bienestar mental de la gente”.

Otros padres me hicieron observaciones similares. Algunos sentían que era una manera del colegio de justificar el cobro completo de la matrícula. Pero la enseñanza presencial dista mucho de la virtual, según la psicóloga Sara Saldarriaga. “El cerebro y el sistema nervioso se prestan a aprender de una manera más presencial, sensitiva, rodeado de otros”, me dijo. Varios estudios muestran que el ser humano tiene una capacidad de atención menor frente a la pantalla y que tiene más dificultades a la hora de fijar en la memoria la información que ha recibido, continuó. “Uno que cree que no, pero el encuentro colectivo es muy importante”.

 

En la primera clase, el hijo de Amalia levantó la mano para contar qué había hecho en Semana Santa. Había estado feliz. Jugó fútbol en la casa (poniendo en riesgo los objetos delicados de la casa); le disparó trozos de espuma a su hermana con la pistola Nerf, como parte de un torneo en casa (poniendo en riesgo los objetos delicados de la casa); pintó, corrió, saltó, jugó toda clase de juegos de mesa.

 

El profesor le dio la palabra, pero olvidó habilitarle el micrófono. Al no oírlo, siguió con otro alumno. “¿Por qué no me dejaron?”, le preguntó su hijo a Amalia. Se puso como loco. No quería que pusiera la cámara, me dijo Amalia al día siguiente. “La cuestión es esta”, concluyó: “él está mal emocionalmente”.