DIGNA PUTERIA: Historia de la Unión de Resistencias de Cali

Fecha: 2021-10-04

Por: Juan Camilo Maldonado

Fotografías: Juan Arias // Collage: @matildetil

DIGNA PUTERIA: Historia de la Unión de Resistencias de Cali

Por: JUAN CAMILO MALDONADO

Fotografías: Juan Arias // Collage: @matildetil

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I. LOS LEVANTAMIENTOS

Haz memoria.

¿Cuándo fue el primer momento que dijiste: “esto se prendió”, “esto es un horror”, “esto no puede ser”?

Arranco yo.

El video apareció en la pantalla de mi celular. Marcelo Agredo, de 17 años, corre a toda velocidad, se levanta en el aire y patea por la espalda al patrullero Luis Ángel Piedrahíta, antes de que ponga en marcha su moto. Marcelo huye. Luis dispara, se baja de la moto, dispara de nuevo. Marcelo cae herido de muerte por una bala en el cráneo. Fue el 28 de abril, primer día del paro nacional.

Ahora tú.

¿Fueron las llamas del Palacio de Justicia de Tuluá? ¿El rostro amenazante del empresario Andrés Escobar mientras empuña la pistola contra los manifestantes? ¿Los 11 policías que piden auxilio para no morir incinerados dentro del CAI Libertadores? ¿El aullido de las sirenas, el rugir del venom, los putazos desesperados, el llanto de las madres? ¿O la voz del hombre que a gritos le ruega al chico que agoniza junto al cuerpo tieso de Lucas Villa: “Respire mi socio, respire, no se muera”?

Un torrente imparable de imágenes, videos y transmisiones en vivo doblegó nuestra mirada durante el paro nacional y nos sumió a todos en un tipo de guerra que la mayoría desconocía. Algunos medios de comunicación nos dedicamos a registrar y desentrañar los evidentes abusos cometidos por la Policía, mientras otros se enfocaron en el vandalismo que emanaba de las manifestaciones. En medio de tanta muerte y destrucción, los chats familiares se fueron silenciando, la gente se bloqueó mutuamente en redes sociales y a excepción de los diálogos entre el Gobierno Nacional y el Comité del Paro —que rápidamente comprendió que no representaba a las multitudes en las calles— parecía que la palabra y la conversación estaban ausentes durante el levantamiento social. Nos habíamos convertido en fuego, miedo, agravio y rabia.

Un miembro de la Primera Línea es cargado por voluntarios de las brigadas de salud, luego de que el Esmad reprimió una manifestación festiva y pacífica el 20 de julio en la Loma de la Dignidad.

Mayo estaba por terminarse y los videos seguían inundando los teléfonos sin mucho orden ni sentido, cuando me enteré de la existencia de la Unión de Resistencias Cali—Primera Línea Somos Todos y Todas (URC), una reunión de jóvenes integrantes de 26 puntos de resistencia que se habían organizado en una sola coalición para negociar con la Alcaldía, y avanzaban rápidamente en la configuración de un primer acuerdo, acompañados por la Arquidiócesis y la Comunidad Internacional.

La elocuencia de su nombre activó mi curiosidad. También la forma en la que estaban trabajando estos chicos y chicas, a través de asambleas populares en los puntos de resistencia, que eran luego decantadas en pliegos de peticiones colectivos y autónomos. Me intrigó ese fenómeno menos visible y doloroso: bajo el humo y entre los disparos, cientos de comunidades estaban hablando, deliberando, pensándose el país y su realidad.

Muchas asambleas eran barriales, otras locales, pero la que más llamó mi atención fue la Asamblea Nacional Popular, una congregación de más de dos mil personas provenientes de diversas partes de Colombia, que se instaló a comienzos de junio en el colegio Claretiano de Bosa, en Bogotá, —el mismo en el que había aterrizado sin autorización un helicóptero de la Policía en la noche del 4 de mayo—, y que luego de un fin de semana de deliberaciones, había decidido desplazarse a la ciudad de Cali, epicentro del levantamiento social, para sesionar el fin de semana previo a las conmemoraciones del 20 de julio. 

Harto de observar a mi país arder a través de la pantalla fracturada de mi celular e intrigado por estas expresiones de diálogo en medio de tanto dolor, decidí viajar a la Asamblea Nacional Popular convocada por las organizaciones sociales en la Universidad del Valle, y buscar allí a los miembros de la Unión de Resistencias Cali.

No fueron pocos los conocidos que me advirtieron que me cuidara en la víspera del viaje. Los últimos días habían sido relativamente tranquilos en materia de enfrentamientos, todos los bloqueos habían sido desmontados en la capital del Valle, pero en el calendario de muchos el 20 de julio los aguardaba con la advertencia de que todo se podía volver a prender.

—En las noticias dijeron que unos vándalos y guerrilleros se tomaron a la fuerza la Universidad del Valle— me advirtió mi mamá.

—Pues a mí uno de los organizadores de la asamblea me dijo que llevan varias semanas solicitando el permiso a la Gobernación y no les han parado bolas— le respondí yo consciente de que mi respuesta no calmaría sus nervios.

A Cali llegué el viernes 16 de julio, a 80 días de iniciado el estallido social. Cada cierto tiempo, en la avenida que conecta el aeropuerto con la ciudad  aparecían vallas inmensas, de fondo blanco, sin firma ni remitente, que le expresaban las gracias en letras mayúsculas a la Policía y al Ejército Nacional. Bajo estas vallas, los eternos cañaduzales de los ingenios del Valle —donde varios manifestantes habrían sido agredidos por la fuerza pública—  murmuraban historias mucho menos gratas.

Cali me recibió hondamente lastimada. Y si en las alturas estaban las vallas para recordármelo, en las calles estaban las estaciones desvalijadas del sistema público de buses MIO, convertidas en estructuras de metal huecas, peladas e inertes, vestigios de la guerra que los caleños acababan de vivir. 

—¿Va para la protesta?— me preguntó un taxista.

—Vengo a cubrir la Asamblea Nacional Popular, soy periodista.

—Yo no entiendo por qué esos muchachos destruyen todo.

—Imagino que tienen rabia…

—¿Pero a quién benefician? —continuó— El otro día recogí a una mujer que tenía que hacerse unos exámenes médicos, y en lugar de tomar el MIO, que estaba vuelto mierda, tuvo que pagar 13 mil pesos de taxi. ¿A quién perjudican? A sus tías, a sus mamás… ¡Aquí el panal de huevos que estaba en ocho mil ahora está en catorce mil pesos!

Lo escuché en silencio.

—Yo por eso digo: ¿Unión de Resistencias Cali? ¡Qué va! Unión de Delincuencias Cali, será.

Cruce de la Calle 9 con Cra 39 en Cali. A finales de septiembre de 2021, quedaban ya muy pocas de las vallas anónimas de apoyo a la fuerza pública.
Calcomanía de la URC en la puerta de una sede de un comedor comunitario. Miembros de la Primera Línea de Siloé han instalado en el barrio Brisas de Mayo de la Comuna 20 una olla comunitaria como parte de las iniciativas de trabajo con la comunidad.

Al otro día, antes de salir para la Universidad del Valle, me senté a desayunar en una cafetería del barrio San Fernando con Jesús González, un caleño de mediana edad, trabajador social, con casi tres décadas acompañando a las comunidades populares de la ciudad. Seis semanas atrás, Jesús había renunciado intempestivamente al cargo de Secretario de Bienestar Social de la Alcaldía de Cali, dos días después de que la policía y el ejército arremetieron contra los manifestantes del Paso del Aguante (o Paso del Comercio) la noche del 4 de junio, en momentos en que avanzaban las conversaciones con la Unión de Resistencias Cali. Esa noche fueron baleados dos jóvenes con armas de fuego: Segundo Jaime Rosas, estudiante de 21 años de la Universidad del Valle y Cristian Javier Delgadillo, un joven miembro de un colectivo de ciclistas. 

Jesús había sido una pieza central en la configuración de los diálogos con la URC, y que el alcalde le diera vía libre a la represión lo ponía todo en riesgo. En una sentida carta de renuncia dirigida a su jefe, el secretario enunció los nombres de cada uno de los 39 jóvenes asesinados hasta el momento en las manifestaciones de la ciudad, y lamentó que Cali sucumbiera “a una fragmentación mediada por el lenguaje de la agresión y las armas”.

El día en que nos conocimos se le veía tranquilo, pero su rostro expresaba cierta amargura, un aire de derrota. Hablamos por más de tres horas. Buena parte de ese tiempo se lo dedicó a un mapa de Cali que él mismo dibujó, luego de agarrar mi cuaderno de notas. En él fue ubicando, uno a uno, los puntos de resistencia que se levantaron durante las semanas del estallido —40 al inicio; 26 que perduraron un poco más; 16 que se sostuvieron en el tiempo— y que en la mayoría de casos bloquearon corredores estratégicos para el abastecimiento y la movilidad de la ciudad. Su intención era clara: expresarme que cada punto de resistencia era un mundo propio y complejo, en una Cali empobrecida, golpeada por la pandemia y heredera, a su vez, de dinámicas mafiosas y criminales, tras décadas de ser la gran capital de las economías ilegales del suroccidente del país.

—¿Tú me dices que el paro es juvenil, barrial, social y popular? Sí —me dijo mientras garabateaba—. ¿El paro tiene presencia de grupos armados, criminales y delictivos?, también. Todo a la vez. Todos los sectores de la sociedad sacaron la garra, pelaron el cobre, mostraron su interés y su disposición a enfrentarse a ultranza por intereses particulares, sacrificando los bienes comunes y la vida de la gente

Durante la mañana del 28 de abril, la marcha había sido hermosa. Una fiesta colectiva de la familia caleña, popular y carnavalesca. La expresión viva y madura de procesos comunitarios que, como en el caso de Puerto Resistencia, habían convertido a la ciudad en un taller de arte y solidaridad popular desde el Paro Nacional de 2019. Las barriadas, que durante cincuenta años han autogestionado la ocupación de su territorio, colmaron las calles. Allí se unieron los miles de vecinos pobres de la central de alimentos de Cavasa, las feministas y los ambientalistas, los negros y los indígenas, los pachamámicos, los univallunos, los raperos, los profesores, los sindicalistas… Una marea que subió rápidamente, avivada por más de veinte micro-conflictos sociales irresueltos en la ciudad:  los carretilleros, los vendedores ambulantes, los habitantes de calle, los trabajadores de noche, los obreros que salieron de Sameco, los areneros que salieron de Juanchito…

Loma de la Dignidad (antigua Loma de la Cruz). Mayo 19 de 2021.

Pero esa Cali luminosa, popular y festiva se movería ese y el resto de días a la par de la Cali sombría, marginal o criminal, como corroboré en varias de las conversaciones que sostuve durante el viaje. Estaban las oficinas de cobro, que controlan la salida y entrada de drogas, armas y dinero en la ciudad; estaban los prestamistas, los falsificadores y tramitadores. Las bandas y pandillas. Los motorratones que se mueven con teléfonos Avantel y los gimnasios de bodega que reclutan modelos webcam. Grupos armados pos-demovilización, bandas paramilitares y grupos organizados de derecha. Las trabajadoras sexuales, la gente de los moteles, los chirretes, los venezolanos, los bandidos callejeros de ‘sacol’. Cuadrillas de desposeídos, al servicio del mejor postor, como los más de veinte o treinta que, según se dice, admitieron recibir entre 70 mil y 140 mil pesos a cambio de vandalizar las sucursales de almacenes y negocios de diversos tipos.

—Esos días fueron los días del gamín: si usted tenía algo que cobrarle a otro, ahí fue.

—En una ciudad donde pocos tienen y todos quieren…

—Y además a fierro: aquí hay 200 mil armas según el último diagnóstico de 2016. Hay una puerta giratoria por la que entran y salen de lo legal a lo ilegal. Unos días antes, se habían robado unas. Osea, ¡aquí fierros hay!

Con este telón de fondo, el estallido social ofreció un repertorio diurno, vespertino y nocturno. El pueblo salía en el día, incluyendo muchos de los más de 100.000 desocupados que registraba la ciudad. Era el momento del encuentro y de las ollas comunitarias; el espacio para construir familia y comunidad, donde los huérfanos, los sin techo, los exiliados comieron, por primera vez en mucho tiempo, tres veces al día. En las tardes aparecían los parches hiphoperos, salseros y metaleros, la creatividad caleña que es un repertorio hermoso de colores”. Fue la oportunidad para que muchos músicos y artistas, hasta entonces ignorados y anónimos, se presentaran por primera vez sobre una tarima frente a 2.000 personas. Y a las seis de la tarde, llegaban los policías y los otros señores, con sus nocturnas y borrascosas relaciones. Y con ellos la bala. Y ante la bala, otro tanto más de voluntarios: enfermeros, médicos y abogados, prestos a acompañar al pueblo que aún resistía, en la noche, a una violencia que era al tiempo guerra entre mafias, limpieza social y abuso policial.

—Mira, si tú me preguntaras: ¿hay actores que indujeron y premeditaron cierto tipo de actividades ilegales? Sí, los hubo, por motivos distintos y con escalas y con capacidades distintas. Pero eso no significa que esa movilización no tuviera razones justas. Un chico me lo dijo así: “Allá había unos bandidos, sí, pero ellos no mandaban, mandábamos todos”.

Antiguo Justo y Bueno de la Calle 5 con Cra 26 que fue totalmente saqueado y vandalizado el día 1 de Mayo de 2021. A finales de septiembre este es el estado en el que se encuentra el local.
20 de Julio de 2021. Una persona no identificada acompaña la marcha pacífica de habitantes de la Comuna 20 demandando el cese de violencia y muerte en el punto de resistencia de la Glorieta de Siloé.

Responder a todo lo anterior fue el acertijo que le puso la historia al alcalde de Cali Jorge Iván Ospina. Pero este respondió siempre con ambivalencia y vacilación. Médico de profesión, consideró al comienzo que la movilización era una irresponsabilidad epidemiológica y le costó reconocer las demandas sociales que se expresaban en las calles. Además, tenía encima la presión del gobierno nacional y los empresarios locales, quienes rápidamente sintieron la asfixia del bloqueo —16% de ellos consideraron cerrar definitivamente sus negocios por esos días, mientras que en mayo se perdieron 90 mil empleos, según me contó Esteban Piedrahíta, presidente de la Cámara de Comercio de Cali—. Esto último, sumado al desborde del vandalismo y la violencia de las bandas, reblandeció a Ospina frente a los desmanes de la policía.

El gabinete del alcalde fue un escenario central de esa ambivalencia. Según Jesús, el 3 de mayo Ospina presidió una reunión en la que un sector de su equipo le recomendó “meterles policía” a los puntos de resistencia y “tratarlos de vándalos”.

—Yo le dije: ¿Alcalde? ¿De qué lugar de la historia vamos a quedar? Usted lo que tiene que hacer es liderar una alternativa de diálogo. Y si ahí hay bandidos, esos bandidos también son caleños y colombianos,  es la ciudadanía que hemos ayudado a formar con la exclusión y con no verlos.

El alcalde y otros miembros de su equipo aceptaron la iniciativa de Jesús, y aunque continuó reprimiendo a los puntos de resistencia, varios de sus secretarios comenzaron a hacer gestiones de acercamiento. Sin embargo, en las barricadas, los chicos y las chicas, que ya entonces se organizaban para defenderse de los disparos de la policía, comenzaban también a emprender  un largo camino hacia el diálogo. Un camino difícil y retador, porque solo había una cosa clara esos primeros días de mayo: nadie en el estallido social se había levantado para dialogar.