‘Nos reservamos el derecho de admisión’ una historia sobre cómo la educación segrega a los jóvenes en Colombia

Miles persiguen la promesa del mérito para estudiar y labrarse mejores oportunidades de futuro en Colombia. Pero, ¿cómo lograrlo si desde niños el mismo sistema educativo ofrece a unos lo que niega a otros según su origen? #HablemosDeEducación

Fecha: 2022-02-27

Por: Karen Parrado Beltrán

‘Nos reservamos el derecho de admisión’ una historia sobre cómo la educación segrega a los jóvenes en Colombia

Miles persiguen la promesa del mérito para estudiar y labrarse mejores oportunidades de futuro en Colombia. Pero, ¿cómo lograrlo si desde niños el mismo sistema educativo ofrece a unos lo que niega a otros según su origen? #HablemosDeEducación

Por: KAREN PARRADO BELTRÁN

COMPARTIR ARTÍCULO

Mientras buscaba “su oportunidad” para entrar a la universidad, Luis Manuel Guerrero trabajó como decorador de fiestas en su natal Arroyohondo, Bolívar, un municipio de menos de 10.000 habitantes en la región Caribe colombiana. Ahí se graduó en 2009 con el mejor resultado del examen ICFES (ahora prueba Saber 11) de su colegio, una institución de educación pública. Pero en su pueblo eso no le ofrecía mayores oportunidades.

En enero de 2013, cuando finalmente vio que  su nombre estaba en la tabla online de “admitidos por mérito” de la Universidad del Atlántico, en la que solo aparecían 6.256 (el 30 % aproximadamente) de los casi 20.600 aspirantes que se presentaron ese año, su reacción no pudo ser otra que salir corriendo por la calles de Arroyohondo para contarle a su familia que había logrado un cupo para estudiar Biología en una de las ocho universidades públicas que hay en el Caribe. No era Medicina, su plan inicial, pero se parecía en algo.

“Fue toda una odisea de ahí en adelante”, dice. Era un muchacho tímido que no  había salido de su pueblo más que las veces que su papá, un ayudante de bus, lo llevaba de Arroyohondo hasta el Mercado de Grano, en el corazón de Barranquilla, donde terminaba la ruta. A esa ciudad capital, prácticamente desconocida y con más de un 1,2 millones de habitantes, llegó en marzo de 2013. “Con gran esfuerzo mis papás lograron mandarme a la ciudad y pagar mi universidad para poder salir adelante”, recuerda.

Cada semestre implicaba asegurar una matrícula de 250 mil pesos, la buena voluntad de los familiares que le daban posada y resolver su “cuota de alimentación”, a veces con algunos “alimentos típicos” que sus padres le enviaban desde Arroyohondo. “Entre el miedo y el deseo de seguir adelante, uno decide salir de ese lugar de confort [su pueblo] y enfrentarse a todo lo que encuentre”, dice. 

La universidad pública fue, entre otras cosas, su oportunidad para mirar por primera vez a través de un microscopio. Algo que para sus compañeros, que habían estudiado mayoritariamente en colegios públicos citadinos, era un ejercicio de rutina. 

Ellos, dirían algunos, tuvieron suerte. Cada año, en Colombia cerca de 2,5 millones de jóvenes no logran llegar a la educación superior ni pública ni privada. “Eso es un drama social”, señala Jairo Torres Oviedo, rector de la Universidad de Córdoba y presidente del Sistema Universitario Estatal (SUE), en un video publicado en junio de 2021. 

De 100 bachilleres graduados en el Caribe colombiano, solo 23 acceden a la universidad en Córdoba, lo mismo pasa en otros departamentos de la misma región como Sucre, Atlántico, la Guajira y Bolívar, advierte el rector.

Y si se trata de los jóvenes que empiezan a estudiar una carrera universitaria en el país, uno de cada dos se retira. Una realidad que se agudizó durante la pandemia. En el segundo semestre de 2020, el 20 % de los estudiantes universitarios planeaba suspender sus estudios de forma indefinida, según una encuesta hecha por WorkUniversity (una plataforma de empleo juvenil) a 1.500 jóvenes colombianos entre 18 a 25 años.

Luis se graduó en diciembre pasado (2021), apunto de cumplir 30 años, y volvió a Arroyohondo con el primer diploma profesional en la historia de su familia. También volvió a su viejo trabajo de decorador de fiestas, mientras alguna de las hojas de vida que ha “metido” para ser profesor de colegio le abre una puerta laboral ahí o en otro lugar del país.

“Uno se prepara con esfuerzo y dedicación en su carrera profesional y luego ve que no puede acceder a un empleo digno por sus propias capacidades”, dice un poco decepcionado. Y agrega: “Uno se da cuenta que tiene que buscarse, digámoslo así, un padrino mágico para acceder a un empleo”. 

 

“ELLOS PEDÍAN ESFUERZO, ELLOS PEDÍAN DEDICACIÓN”

Hay algo que molesta. Un malestar generalizado. Algunos sienten en la vida un peso mayor para ellos que para otros. Le pasa a Luis al norte del país, pero también a Felipe, al sur, en el Valle del Cauca. “Es como una especie de cruz”, dice Felipe, un joven caleño de una familia estrato dos que estudia becado en una universidad privada y que se graduó de un colegio privado de alta calidad en 2018, en el que también estudió becado. 

“No tendríamos que mitificar el esfuerzo y convertirlo en un dolor que aceptamos como una especie de buena suerte: menos mal puedo, por lo menos, lamer las botas de alguien para que me vaya bien en la vida”, dice. Felipe tiene 21 años y es uno de los 1.151.708 jóvenes que están matriculados en la educación superior privada en Colombia, según datos del Sistema Nacional de Información de la Educación Superior del año 2020. 

En el país, la oferta de educación superior es mixta y alcanza un 52 % de cobertura, es decir cerca de 2.450.000 estudiantes. De ese porcentaje, las universidades privadas ofrecen el 50 %. La otra mitad, las universidades públicas.

Torres Oviedo, el rector de la Universidad de Córdoba, advierte que en Colombia hay tres departamentos que no tienen ninguna universidad en sus territorios. “¿Qué pasa con los jóvenes en esos departamentos?¿No existen?¿Simplemente son ejércitos de reserva para engrosar los actores armados ilegales?”, cuestiona.

Mientras tanto, la experiencia de Felipe en la educación privada desde niño le ha permitido ver y reflexionar las carencias de cuna con las que creció mientras se educaba con niños de estratos 4 y 5. “Yo estudiaba en un colegio donde habían hijos de papás que eran dueños de empresas y que pagaban a gente para que le enseñaran a sus hijos en casa. No puedes competir con eso”, dice.

Creció en un barrio popular del oriente de Cali, sus padres eran asalariados y no pasaban tiempo en casa. Se encargaba del oficio, de hacer la comida, al mismo tiempo que preparaba sus uniformes y hacía sus tareas solo. “Todo el tiempo me sentía estúpido por no rendir como ellos [sus compañeros]. Hacía lo que podía con lo que tenía, pero no era suficiente. O sea, te culpabilizás de cada cosa que te pasa. Y es muy difícil porque hay cosas malas que te pasan que, en verdad, no son tu culpa”.

Los años en la educación privada alimentaron su malestar. Veía que le tocaba esforzarse el doble para entender matemáticas y que no tenía suficiente soporte emocional. “La verdad hay personas que tienen más ventajas. Es así, ¡es que tiene más ventajas! Crecen en un ambiente que no es exigente en lo más mínimo. Llegan a una casa donde no hacen otra cosa que no sea estudiar”.

 

“¿Y PARA QUÉ?”

“Cuatro puertas hay abiertas al que no tiene dinero”, dice El juego de la vida, un bolero que canta Daniel Santos. “El hospital y la cárcel, la iglesia y el cementerio”, continúa la canción. Ese verso fue inspiración para Mauricio García y Leopoldo Fergusson, dos académicos que han trabajado juntos en el centro de investigación y pensamiento colombiano Dejusticia.

Para ellos, la quinta puerta, es —o debería ser— la educación. García, Fergusson y Juan Camilo Cárdenas publicaron en noviembre de 2021 La quinta puerta, un libro que plantea que el sistema educativo en Colombia reproduce las clases sociales y la desconfianza entre ellas. Una situación que califican como “apartheid educativo”. 

Su tesis es que Colombia vive en un fenómeno de “apartheid” o  sistema de segregación. Ya no de tipo racial, como el que vivió Sudáfrica hasta finales del siglo XX, pero sí “mucho más sutil y velado” que a la discriminación racial suma la socioeconómica. 

“Consiste en que los hijos de los ricos estudian en colegios privados y de alta calidad, y los hijos de la clase media-baja y baja estudian en colegios públicos o privados de mediana o de mala calidad”, explica García, doctor en Ciencias Políticas y profesor de la Universidad Nacional.

La hipótesis de García, Fergusson y Cárdenas es que esta segregación educativa se da en buena medida por las diferencias de capital cultural (o beneficios inmateriales culturales, sociales y simbólicos) que existen entre las clases sociales, como las redes de contactos, sus maneras de hablar y socializar, la ropa que usan y el estatus del que gozan. Según esta idea, los niños y jóvenes en Colombia no solo estudian separados, que ya es problemático, sino que reciben una educación distinta. 

Y aunque el país ha tenido un avance significativo en la cobertura de la educación pública los últimos 20 años —especialmente en básica, primaria y secundaria—, la calidad, en términos generales, no es buena. Así, quienes no tienen recursos suficientes para migrar a la educación privada de mediana o alta calidad, terminan condenados a recibir una educación mediocre o mala y a una muy limitada movilidad social. 

“Los gobiernos, las élites y la sociedad han visto esta situación con indolencia, como si se tratara de hechos normales”, advierte el libro. “El costo que una sociedad paga por poner a sus estudiantes a estudiar por aparte, según la clase social a la que pertenecen, es alto y tiene unas consecuencias sociales, culturales, políticas y de construcción de confianza muy grandes”, anota García. Una de ellas es que algunas personas ven frustradas sus opciones de futuro y no tienen la posibilidad real de ascender socialmente, porque su educación no transformó su capital cultural, social y simbólico.

Fergusson, que es economista y director del Centro de Estudios sobre Desarrollo Económico de la Universidad de los Andes, llama a esto la acumulación de activos sociales inmateriales (ASI). “Las personas pobres no solamente estudian con frecuencia con personas pobres en instituciones en promedio de menor calidad, sino que al hacerlo acumulan menos capital social, capital cultural y capital simbólico que las personas ricas que estudian con personas ricas en instituciones de mayor calidad”, apunta.

Eso se ve reflejado no solo en las relaciones y conexiones sociales que logran desde niveles educativos básicos, sino en el tipo de ofertas laborales a las que acceden en etapas posteriores de la vida. Parecen destinados a convivir en un ambiente trampolín que les abre oportunidades de “alto nivel”, mientras que sus pares, de estratos socioeconómicos más bajos, se pelean lo que ellos dejan por debajo de ese umbral. 

“En estratos bajos y medio bajos un diploma de bachillerato o universitario puede cambiar la suerte de una persona, pero la movilidad que proporciona es muy limitada”, señala el libro.

Lo que García y Fergusson explican teóricamente ha atravesado directamente la vida de Davison Zapata, un joven de 23 años de La Honda, un barrio periférico (de montaña) en Medellín, Antioquia.

Cuando empezó a estudiar, en primaria, la gente de su barrio apenas construía el colegio con sus propias manos. Mientras, el municipio le cedía la administración del colegio a una fundación. No había computadoras ni sillas adecuadas. “Casi todo nos lo regalaban porque era un colegio que apenas estaba adecuándose con lo que a otros colegios ya no les servía”, cuenta. 

Davison pasó por la educación que prioriza la cobertura, llegar a más sin importar la calidad, promovida por el modelo estatal, y que es a la que acceden la mayoría de personas en Colombia en primaria y bachillerato. En secundaria estudió en salones de hasta 57 estudiantes y vivió la educación como la presión por el resultado de la prueba ICFES, “más que una real emoción educativa de conocimiento”. Tuvo profesores que daban hasta tres materias diferentes.

Al graduarse, en 2015, era consciente de que su educación tenía grandes vacíos comparada con la de otros jóvenes de su misma ciudad . Presentó el examen de admisión a la Universidad de Antioquia cinco veces, pero no pasó. 

Muchos de los jóvenes que crecieron y se educaron con Davison salieron del colegio directamente a buscar un empleo fuera del barrio, sin un paso intermedio que les permitiera adquirir nuevos conocimientos y encontrar mejores oportunidades. Era eso o terminar “pateando piedras” en las calles del barrio. “Dentro de los barrios, en términos de oportunidades, cualquier cosa que se le presente a uno lo va a tomar”, dice. Una minoría de sus compañeros entraron a ser parte de ‘los combos’ o grupos ilegales que controlan algunos barrios y que se dedican al robo y al microtráfico.

“Yo debía ajustarme y cambiar planes de vida”, cuenta. Como no pudo entrar a estudiar Ciencia Política o Trabajo Social en la Universidad de Antioquia, como quería, se matriculó en la tecnología en Formulación de Proyectos del Sena, y se graduó en 2018. 

“Uno tiene que empezar a acomodarse para que la vida también le rinda. Cuando uno se enfrenta a esa realidad es un poco frustrante, pero, obviamente, es entender que en una sociedad desigual tener las condiciones no va a ser lo nuestro”, señala. Gracias a sus vocación académica, en 2019 entró a estudiar un pregrado en el Colegio Mayor de Antioquia,  una institución universitaria pública de nivel local.

 

“PARA TERMINAR BAILANDO Y PATEANDO PIEDRAS”

Para muchos jóvenes colombianos, la promesa del mérito deja un sinsabor de frustración. La certidumbre de que no hay salidas dignas para ellos.

“En la Universidad Nacional se presentan 55.000 y pasan 5.000. Entonces, ¿qué pasa con los otros 50.000? Se frustran”, advierte Julián de Zubiría, uno de los pedagogos que estudia la desigualdad de la educación en el país. “El 70 % de los estudiantes de universidad que se retiran son de estrato 1 y 2 [cifra de 2019]. Entonces, el que logró entrar se le abre el mundo, pero si se tiene que retirar, se frustra. Y al que logra salir le dicen “pero no hay trabajo” o “trabajo pero solo pagándole un mínimo”. Una cadena de frustración, agrega.

De Zubiría señala dos razones por las que esto pasa en los estudiantes de estos estratos sociales: las falencias heredadas de la educación pública básica y la necesidad de trabajar. “Son muchachos muy buenos y por eso alcanzan a ingresar a una universidad, pero su formación es muy mala. Por eso llegan y arrastran las debilidades de la educación pública básica”, señala. Esas debilidades tienen que ver con competencias fundamentales como lectura, escritura, razonamiento matemático y dominio de una segunda lengua. 

La otra razón es que, al tener que trabajar mientras estudian en la universidad, “tienden a mantener un menor resultado”. La conjunción de estos dos aspectos, según de Zubiría, es la responsable de que los estudiantes de estratos 1 y 2 sean los que en menor medida logren graduarse como profesionales y ascender socialmente.

La frustración, entonces, se acentúa con la idea, alimentada por el mismo sistema educativo, de que el mérito iguala o atenúa las desigualdades de cuna. “ Yo creo que el mérito se ha convertido en un asunto de papel. Un asunto de ‘yo te reconozco pero no te cambio la vida”’, dice Davison, el joven de Medellín. Para la gran mayoría la educación resulta ser una antipromesa que perpetúa las desigualdades que ya viven, y que han vivido sus padres, madres, abuelos y abuelas.

“¡Cuánta gente talentosa, brillante, que podría ser sumamente útil a la sociedad terminan teniendo empleos oscuros o grises, que no les permiten avanzar y desarrollar el potencial de sus capacidades!”, dice el profesor García. “Hay unas personas que tienen unas aspiraciones y unos talentos grandísimos que están en contravía de las posibilidades que la sociedad les ofrece. Pagamos un costo social muy grande por la pérdida de todo ese talento que se opaca por una educación segregada”, agrega.

No es de extrañar que las estadísticas confirmen esta realidad desde la perspectiva de las emociones. Los jóvenes del país no solo sienten mayoritariamente frustración, también tristeza, ira y miedo, según una encuesta de la Universidad del Rosario en colaboración con Cifras y Conceptos publicada en mayo de 2021. Todo esto en medio de un año en el que fue claro que la juventud no está dispuesta a callar el malestar de sentirse en desventaja para alcanzar oportunidades dignas.

“No es normal que un joven diga que las emociones dominantes son la tristeza o el miedo. Por lo menos no en una democracia”, advierte de Zubiría en una columna de opinión que publicó por esa época. Y ese punto, el de la democracia, es una de las claves para entender las dimensiones de la segregación educativa que se vive en Colombia , según García y Fegusson. 

“Los países democráticos tuvieron dos grandes mecanismos de integración social: el ejército y la escuela. Pero, en  Colombia, el ejército es un ejército de pobres, la clase alta prácticamente no va al ejército. Y la escuela también. Entonces, en Colombia las clases sociales nunca se encuentran, a menos que sea en condiciones de subordinación”, advierte García.

Una de las consecuencias de esa falta de encuentro social es que condena a unos sectores a condiciones de subordinación y, en algunos casos, de precarización laboral. “Estas condiciones en la educación generan a su vez unas condiciones de subordinación, del patrón y el subordinado”, señala Helberth Choachí, profesor de la Universidad Pedagógica e integrante de la Mesa Amplía Nacional de Profesoras y Profesoras de las Universidades Públicas (Manpup). “Y, entonces, ¿quién es el que se subordina cuando está trabajando en Rappi?”, dice, como dejando sobre la mesa un ejemplo.

Una de las soluciones a la vista es que el país ponga en marcha un urgente plan para fortalecer el sistema de educación pública, desde la primera infancia hasta la educación superior.  El profesor Choachí hace especial énfasis en  las universidades públicas, pues no es un secreto que hace décadas  viven una fuerte desfinanciación, entre otras cosas, a causa del desvío de recursos del Estado hacia la financiación de la educación privada, a través de programas como Ser Pilo Paga o Generación E.

“Eso es destinar los recursos por vía del Icetex: conectar el pago de matrícula con créditos educativos y crear una nueva clase social que son los jóvenes endeudados”, afirma el profesor. Pero, ¿qué hace que una familia decida endeudarse para pagar una educación privada, incluso en niveles de primaria o secundaria? ¿Qué lleva a la gente en Colombia a pensar que educarse en lo privado ofrece potencialmente mejores oportunidades en la vida?

 

“ÚNETE AL BAILE DE LOS QUE SOBRAN”

La respuesta puede estar en reconocer el problema: vivir en una sociedad jerarquizada doblega el espíritu democrático de la educación a la estratificación y al estatus social, al punto de establecer la percepción generalizada de que una educación privada, incluso de mediana o baja calidad, es preferible a una pública que ofrezca, eventualmente, una mejor calidad. 

“Curiosamente, la sociedad creyó hasta hace poco que la educación era muy buena. Pero, en realidad, la educación no ha sido un tema que le preocupe a la sociedad. No ha sido un tema que le preocupe a la clase política. Los políticos son de un nivel de ignorancia. No entienden de ciencia, no entienden de cultura”, apunta de Zubiría.

A su vez, todo lo anterior alimenta un círculo vicioso, el de la “trampa de la debilidad de los bienes públicos”, como señala Fergusson. “Y es esta cosa de que cuando la oferta de lo público no satisface algunos sectores de la población, estos sectores se van hacia una opción privada. Salen de la opción pública, de la solución colectiva a una necesidad y, entonces se segregan del resto de la sociedad y eso tiende a perpetuar desigualdades, pero también la situación en sí misma”, explica.

No solo se educan por fuera de la educación pública, algunos de ellos en educación de élite, sino que dejan de preocuparse por lo que pase en ella y por lo que el Estado está en obligación de hacer para mejorarla.

Para Luis, en Arroyohondo, Bolívar, la realidad es que en su región estudiar no es suficiente oportunidad de futuro si no tiene una “palanca” o padrino político para trabajar. Para Felipe, en Cali, es que en el país no hay oportunidades sino imposiciones. “No tenés la oportunidad de trabajar, tenés la imposición de salir a rebuscártela”, dice. Para Davison, es que la desigualdad se ha naturalizado a tal punto que los jóvenes han perdido la pasión.

Por ahora, sacar el problema a la luz y señalar en él sin tapujos las raíces históricas y socioeconómicas, es un mecanismo tanto de diagnóstico como de resistencia, dependiendo de la orilla en la que se viva. La solución, desde luego, no será fácil, ni rápida; pero requerirá un ambiente social y político dispuesto a trabajar por ella. “La educación pública, de calidad y pluriclasista abre una puerta para los más pobres”, dicen García y Fergusson. Ese es un urgente paso inicial. [La-ra-la-la (oh-oh-oh. La-ra-la-la (oh-oh-oh. La-ra-la-la (oh-oh-oh)].

 

¿Te gustaría proponernos temas y participar en eventos exclusivos sobre movilización? #HazteMutante y disfruta nuestro programa de membresías aquí. Y, si quieres seguirle la pista a #HablemosDeEducación y otras conversaciones e investigaciones, suscríbete a nuestra newsletter gratuita aquí.