El asesinato de un pintor (Collage de voces que piden justicia)

La mal llamada "limpieza social" acabó con su vida en el Carmen de Atrato el 23 de octubre de 1988. Sucedió después de que al pueblo llegara la policía a "adelantar tareas de inteligencia contra el avance guerrillero". Pero después de que llegaron, "los homicidios selectivos en vía pública se volvieron asunto cotidiano".

Fecha: 2020-09-15

Por: Juan Miguel Álvarez

Ilustración: María Duque

El asesinato de un pintor (Collage de voces que piden justicia)

La mal llamada "limpieza social" acabó con su vida en el Carmen de Atrato el 23 de octubre de 1988. Sucedió después de que al pueblo llegara la policía a "adelantar tareas de inteligencia contra el avance guerrillero". Pero después de que llegaron, "los homicidios selectivos en vía pública se volvieron asunto cotidiano".

Por: JUAN MIGUEL ÁLVAREZ

Ilustración: María Duque

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EL CRIMEN

En las horas de sol de un sábado sencillo, Jorge Luis Saldarriaga Calle estuvo dedicado a preparar los últimos detalles de un desfile de modas que iba a realizar con las niñas de la Colonia Escolar, colegio en el que se desempeñaba como profesor de artes. Se trataba de una obra benéfica que había despertado mucho interés porque nadie recordaba que antes hubiera habido un acto de esos en un escondido pueblo neblinoso como El Carmen del Atrato.

            Al final de la tarde, con el escenario listo, Jorge Luis salió de su casa vistiendo el atuendo de la ocasión: pantalón y camisa de manga larga blancos, chaqueta verde y zapatos negros. Lucía el pelo ondulado corto y un suave bigote que le confería un aire de dandi. Las mujeres coincidían en que era un flaco guapo de piel color caramelo, con una mirada comprensiva de apacibles ojos miel entre unas pestañas respingadas.

Esa tarde yo estaba en la casa de un amigo mutuo llamado Juan Fernando Monsalve. Jorge Luis llegó todo cachaco y contento, hablamos un rato y quedamos en que después del desfile nos encontraríamos todos. Antes de salir, Jorge Luis le pidió prestado a Juan Fernando un corbatín negro de cuero, luego se metió a la cocina, se tragó una cucharada de aceite y me dijo: “para que no me caiga mal el aguardiente, si me da por tomármelos esta noche”.

Gloria Margarita Jiménez, amiga.

 

Ese sábado, antes de salir para el desfile, pasó a saludarme. Todos los días él iba a hacerme visita a mi sitio de trabajo. Éramos muy amigos. Yo atendía un almacén de venta de sombreros. Me comentó del desfile, me dijo que él iba a ser el maestro de ceremonias. Yo no lo pude acompañar porque había que pagar la entrada y no tenía plata. Además, tenía que seguir atendiendo la sombrerería. El desfile comenzó a las ocho de la noche y Jorge Luis se fue para allá unos minutos antes. Quedamos en que nos íbamos a reunir todos apenas él terminara.

Rosa Sánchez, amiga.

 

            Pasada la medianoche, los amigos se reunieron en una discoteca llamada Paladio. Era el lugar de moda juvenil para bailar. Con ellos también se encontraba una hermana de crianza de Jorge Luis llamada María Helena Zuleta.

         Cuando Jorge Luis llegó a Paladio, ya se había bajado unos tragos. Le había ido muy bien en el desfile. Había sido muy felicitado por los padres de familia de las niñas. Se sintió satisfecho y feliz. Quería comerse el amanecer celebrando el buen momento. 

         Apenas cerraron la discoteca, el grupo caminó un par de cuadras. Luego se dividió: Gloria Margarita se fue por su cuenta para su casa y Rosa, Jorge Luis y su hermana continuaron calle abajo en dirección a la casa de ellos. Al pasar por un piqueteadero llamado La Choricería, en el que las personas comían fritanga o tomaban consomé luego de la fiesta, alguien llamó a Jorge Luis. Era un amigo suyo apodado Rafagol.

Cuando lo llamaron de La Choricería, Jorge Luis le dijo a mi hermana María Helena: “Sigan que yo ya voy. Quiero comerme algo, tengo hambre ”. Mi hermana no quería que se quedara en la calle y le dijo: “Vámonos para la casa, yo allá le preparo algo”. Pero Jorge Luis quería quedarse un rato más: “Sigan, que yo no me demoro. Tranquilas ”.

Olga Saldarriaga, hermana.

 

Le dijimos que no se quedara, estaba muy tomado. Pero no hizo caso. María Helena y yo seguimos para la casa.

Rosa Sánchez, amiga.

 

Jorge Luis estaba luchando por dejar el licor. En el desfile le fue muy bien a la hija de un señor de aquí que estaba bebiendo aguardiente. Ese señor comenzó a ofrecerle a Jorge Luis y como él tenía la inclinación por la bebida le recibió unos tragos. Por eso, cuando salieron de Paladio, a Jorge Luis le dio por quedarse en la calle.

Néstor Saldarriaga, hermano mayor.

 

Amaneció domingo. Fue una mañana de nubes cremosas que amenazaban lluvia. Antes de las diez, una mujer que pasaba por la calle que va orillando el río Atrato vio el cuerpo de una persona tirado boca abajo dentro del agua y atajado por unas rocas. No se acercó mucho. Lo suficiente para distinguir que era un hombre. Creyó ver que no tenía camisa, que del cuello pendía algo negro parecido a una corbata y se fue a dar anuncio en la policía.

Yo manejo unas finquitas con ganado ajeno. Ese domingo tenía que hacer un movimiento de ganado. Fui e hice el movimiento y a las diez o diez y media de la mañana me dijeron que encontraron el cadáver de Jorge Luis en el río. Yo sí había sentido unos tiros como a la una y media de la madrugada, pero estaba lejos de imaginarme que se los habían pegado al hermano mío.

Néstor Saldarriaga.

 

Yo alcancé a escuchar los disparos muy cerca de mi casa. Pero nunca imaginé que había sido la muerte de Jorge Luis.

Iven Mosquera, profesora de la Colonia en 1988.

 

Esa mañana, mi mamá se despertó y comenzó a lamentarse: “Ay, Jorge Luis por qué no llegó, por qué no llegó”. Todavía no sabíamos nada, pero era el presentimiento de madre. La señora que nos ayudaba en la casa dijo: “No, Doña Tulia, no se preocupe, él debe estar por llegar o se quedó durmiendo donde algún amigo”. Y resultó que no.

Olga Saldarriaga.

 

Yo estaba en la casa de Juan Fernando Monsalve, que era hijo del inspector de policía del pueblo, don León Monsalve. Vi cuando llegaron a llamarlo para decirle que se encuentra un cadáver en el río. Él dejó de desayunar y fue a ver. Nosotros lejos de pensar que el muerto era el amigo de nosotros.

Gloria Margarita Jiménez.

 

Esa mañana yo salí de mi casa para el almacén y noté que la gente me miraba. Un amigo me atajó y me dijo: “Le voy a decir algo, pero tranquilícese”. Quedé asustada. “¿Qué pasó?”. Me dijo que habían encontrado muerto a Jorge Luis. ¡¿Qué?! Quedé en shock. Y me tocó ver cuando estaban llevando el cuerpo en una camilla; no lo habían tapado y le alcancé a ver las manos. Me dio muy duro, fue muy triste ese momento. 

Rosa Sánchez.

 

No sabíamos qué había pasado. Y a las tres de la tarde encontraron otro cuerpo en el río, pero más abajo. Lo había arrastrado la corriente. Era el de Rafagol, el amigo con el que Jorge Luis se había encontrado en La Choricería.

Olga Saldarriaga.

 

LA VÍCTIMA

Jorge Luis cayó asesinado el 23 de octubre de 1988, a sus 27 años. Había nacido como el séptimo de catorce hermanos, en una familia de origen campesino oriunda del Carmen del Atrato. Su padre se ganó la vida como conductor de vehículos de transporte de carga y pasajeros, y más tarde como operario de máquinas de construcción. Su mamá se dedicó a los oficios domésticos y a criar a los hijos. No fueron adinerados, pero los hijos nunca pasaron necesidades por falta de atención de los padres.

         Luego de terminar noveno de bachillerato en un colegio privado del pueblo llamado Seminario Corazón de María, Jorge Luis se fue a iniciar su formación como sacerdote en el Seminario Mayor de Jericó.

Él era mayor que yo. Y en el seminario estaba dos o tres grados antes que yo. Todos lo distinguíamos como el mejor de nosotros. Él iba a ser sacerdote, pero tenía cualidades diversas, era artista y muy guapo, y su familia lo apoyaba.

Padre Albeiro Parra, Diócesis de Quibdó.

 

De Jericó salió para Bogotá en donde comenzaría a ejercer el sacerdocio, pero en la capital del país se dio cuenta de que realmente no quería el camino de privaciones que le imponía la religión. Transcurrieron unos meses en los que ejerció oficios varios en otras regiones del país —como mesero y bartender— hasta que terminaron situándose en Medellín donde ya residía buena parte de su familia. En esta ciudad se matriculó en bellas artes y se empleó en Empresas Públicas. En algún momento, que sus hermanos no saben cómo ni por qué, a Jorge Luis se le encendió la adicción al licor y, con ello, perdió el trabajo y el estudio. Fueron días en picada. 

Un hermano me dijo que Jorge Luis le había hecho muchas cosas a mi mamá y que ella se las había aguantado.

Olga Saldarriaga.

 

Alguna vez Jorge Luis me contó algo de esa parte de su vida. Que en Medellín él había tocado fondo, que alguna vez había dormido en los andenes, como habitante de calle. No le pregunté más cosas porque no me importaban. Yo lo quería a él como amigo sin que me afectara lo que hubiera pasado en su vida.

Gloria Margarita Jiménez, amiga.

 

Jorge Luis regresó al Carmen del Atrato en 1985, dispuesto a empeñarse en el arte como forma de reactivar su vida. Las curas del seminario Corazón de María, que lo querían como a uno de ellos y lo respetaban como artista, le dieron la mano empleándolo como pintor: le encargaron un cuadro de la Última cena para colgar en el comedor general, le pidieron que restaurara las pinturas de las estaciones del Viacrucis que había en la parroquia, le contrataron unos murales y le consiguieron un trabajo estable.

Yo no conocía al profesor Jorge Luis y pudo haber sido el cura rector del seminario quien influyó para que yo lo contratara como profesor de arte en los grupos de tercero a quinto. Nosotros, además, le pagamos para que hiciera tres cuadros que decoraran las paredes de la institución. Eran pinturas abstractas y había una que era un típico paisaje chocoano: un río, una canoa, el bosque.

         Elizabeth Mora Chinchilla, rectora de la Colonia en 1988.

 

En la docencia, Jorge Luis se muestra como una persona entrañable capaz de tocar la sensibilidad de las personas y de despertar el fuego de las artes en sus alumnas. Se desenvolvió como un buen compañero de trabajo y admirado profesor.

Era muy creativo, muy dinámico. Hablábamos de las niñas, de sus desempeños académicos; hablábamos de la actualidad del pueblo y nos compartíamos experiencias de trabajo. Siempre hablaba con mucha gracia, era divertido y nos hacía reír.

Iven Mosquera, profesora.

 

Me acuerdo de que a los estudiantes les fascinaba esa clase de artes. Cada vez que les tocaba era una alegría. A él todo el mundo lo quería allá en la Colonia: desde las mujeres de servicios generales, los directivos, los profesores, los padres de familia también.

Elizabeth Mora Chinchilla.

 

En esta nueva etapa, Jorge Luis procuró mantener aplacado el espectro del alcoholismo y alejar las emociones que le menoscabaran la autoestima. No estaba dispuesto a dejar que nuevamente lo habitaran impulsos de abandono y desenfreno. Así que hizo de la pintura un oficio cotidiano y su método de rehabilitación.

Le gustaba pintar paisajes. En el centro de la casa tenía un taller con ventanales en el que se encerraba a pintar. La familia respetaba y apoyaba ese gusto. Yo iba casi todos los días a verlo pintar.

Rosa Sánchez.

 

Vestía muy bien. Siempre bien puesto. Nunca lo vi descuidado en su aspecto ni mal vestido. Nunca lo vi abandonado, sucio o con la ropa ajada. Si hubiera sido así, nunca lo hubiera contratado como profesor.

Elizabeth Mora Chinchilla.

 

Le gustaba mucho el traguito y fumaba en demasía. Pero como el guayabo le daba bastante duro, se arrepentía de haber bebido en la noche anterior y se encerraba a pintar. Duraba días sin salir de la casa.

Rosa Sánchez.

 

En la tarde del domingo luego de que el inspector de policía hubiera levantado el cuerpo de Jorge Luis, y el lunes siguiente, cuando ya todo el pueblo sabía del crimen y su familia y sus amigos y sus alumnas lo habían llorado en un sepelio multitudinario, la pregunta esencial de la gente era: ¿por qué?, ¿qué culpa le cabía a una persona buena y virtuosa que mereciera la muerte?

EL PUEBLO

El Carmen del Atrato es el primer municipio chocoano en la frontera con el suroeste antioqueño. Queda a cinco horas de Medellín y unas ocho de Quibdó, sobre las fértiles laderas de la cordillera occidental. Un resumen de la violencia que ha sufrido esta localidad diría que ha sido asediada y atacada por todas las fuerzas regulares e irregulares del conflicto armado colombiano.

Durante los años ochenta reinó la guerrilla del ELN. En los noventa se sumaron las Farc y una disidencia del ELN llamada Ejército Revolucionario Guevarista (ERG). Algunos testimonios señalan que en esa misma década grupos paramilitares como los Doce Apóstoles o Dignidad Antioqueña también cometieron delitos allí. Más tarde, ya en la década del dos mil, aparecieron dos bloques de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC): el Metro y el Elmer Cárdenas. Y desde la primera época hasta este momento, no pocos carmeleños han denunciado abusos de autoridad y graves violaciones de derechos humanos —como torturas, homicidios y desaparición forzada— por parte de la policía y el ejército.

Hasta antes del asesinato de Jorge Luis, sin embargo, la violencia sucedía en las veredas y era achacada a los guerrilleros del ELN. Pero luego de que en ese 1988 llegaran unos policías a la cabecera municipal, supuestamente para adelantar tareas de inteligencia contra el avance guerrillero, los homicidios selectivos en vía pública se volvieron asunto cotidiano.

Después del asesinato de Jorge Luis y de Rafagol empezamos a sentir miedo en el casco urbano, pero no por lo que nos pudiera hacer la guerrilla como sí la policía. El miedo por la guerrilla lo vinimos a sentir más adelante.

Néstor Saldarriaga, hermano.

 

Menos de dos días después del asesinato de Jorge Luis, un hombre mayor llamado Antonio Correa que laboraba como celador en un colegio apareció calcinado. Si las muertes de dos jóvenes arrojados al río Atrato habían consternado a los carmeleños, este tercer homicidio inundó todo de terror. Tanta sevicia resultaba incomprensible. Al parecer, a Correa lo sacaron a la fuerza de su puesto de trabajo en el trance oscuro de la madrugada, lo llevaron a las afueras del pueblo y le prendieron fuego estando vivo.

         La explicación de los tres crímenes circuló rápidamente, como si los asesinos se hubieran preocupado por dejar claro el mensaje: a Jorge Luis y a Rafagol los habían ajusticiado como una acción de “limpieza social”, endilgándoles que eran consumidores de drogas. Y al celador lo habían matado por haber atestiguado los momentos previos de aquel doble homicidio y haber reconocido a los sicarios.

Dijeron que estaban haciendo limpieza social en el pueblo y que Jorge Luis había caído por haber estado acompañado de ese muchacho Rafagol, que sí fumaba marihuana. Yo a Jorge Luis nunca lo vi fumando marihuana. Bebía y fumaba cigarrillo, pero nunca lo vi en otra cosa. Pero como lo mataron por limpieza social, la gente del pueblo creyó que entonces sí había sido un vicioso.

Rosa Sánchez, amiga.

 

A mí no me consta que Jorge Luis hubiera consumido drogas. Un sábado él podía llegar amanecido y tomado, pero yo nunca me di cuenta de que fumara marihuana. No estoy negando que fuera o no vicioso. Ahora, lo que encontraron en el sitio donde los mataron fue cigarrillos y aguardiente. No había marihuana.

Olga Saldarriaga, hermana.

 

         Sobre los responsables de estos crímenes corrieron dos versiones laterales, aunque sin mucho éxito. Una de ellas le echaba la culpa al ELN, como si esa guerrilla estuviera ejecutando la limpieza social. Y parecía creíble: eran los hombres armados que se movían a su placer por las áreas rurales del pueblo vendiendo su ideología y matando sin compasión a quien los confrontara. La otra versión sostenía que había sido una fuerza paramilitar, una organización civil armada como las que se escuchaban en otras regiones del país, que venía asesinando gente por todo el suroeste de Antioquia y había entrado al Chocó.

         La versión que se impuso, finalmente, nació de las primeras averiguaciones que hicieron por su cuenta y riesgo los hermanos de Jorge Luis. Néstor, el mayor, escuchó de las personas que estaban esa noche en La Choricería que fueron los agentes de policía recién llegados al pueblo quienes habían retenido a las dos víctimas.    

Esa misma semana ya se decía que de camino para su casa, al profesor Jorge Luis lo habían detenido unos policías y luego había aparecido muerto en el río.

Elizabeth Mora Chinchilla, rectora de la Colonia Escolar.

 

En esos años el ejército no hacía mucha presencia en el Carmen del Atrato. La policía sí tenía un grupo que era de la “mano negra”. Los llamaban “Los Matones”. Había uno que le decían el Trotón, vestía de civil y vivía en la cabecera municipal. Cada vez que salía a trotar era porque iba a matar a alguien. El comandante de ese grupo era un teniente de apellido Noriega. Fue muy malo. En las investigaciones de la Diócesis de Quibdó tenemos que la zona de esta región en que la policía mató más gente inocente fue en este pueblo.

Padre Albeiro Parra.

 

           En las semanas sucesivas, otros homicidios tuvieron lugar en la cabecera municipal del Carmen del Atrato. Jóvenes y adultos. Cada muerte era explicada y justificada como un acto de “limpieza social”: un exterminio calculado de gente a la que se le imponía una condena moral cuya pena era la muerte. Un conjunto de crímenes sistemáticos perpetrados por la fuerza pública o por civiles, replicado en muchas partes del país. En el área metropolitana de Medellín había oficinas de orden público adscritas a las alcaldías —como el DOC o el DSC— que la ciudadanía distinguía como responsables de perseguir y matar habitantes de calle y consumidores de drogas. En la ciudad de Pereira estos homicidios fueron tan frecuentes en la década del ochenta y tan descarados —a plena luz del día y en lugares visibles— que el obispo Darío Castrillón Hoyos inculpó varias veces a la policía como autor material, en el sermón de las misas centrales en la catedral. En Barranquilla, empezando los años noventa, fue desmantelada una red de tráfico de cadáveres de habitantes de calle orquestada por empleados de una universidad privada. Fue la época en que a los indigentes adictos a drogas se les empezó a llamar “desechables”: descartables vidas humanas de corto uso.

         La familia Saldarriaga Calle no pudo poner la denuncia ni exigir que investigaran a los agentes de policía. Néstor dice que ni siquiera sabía en dónde contar lo averiguado porque la única oficina que recibía denuncias ciudadanas era, precisamente, la inspección de policía. Y en caso de que hubiera tocado la puerta de la Alcaldía, nada le hubiera garantizado que su queja no hubiera ido a parar a oídos de los asesinos y dejarlo a tiro de pistola. 

         Hay que tener en cuenta el contexto.

         En esos años ochenta y hasta antes de la Constitución de 1991, el estado colombiano no contaba con instituciones garantes de los derechos humanos, como luego fueron la Defensoría del Pueblo y las personerías municipales, ni con instituciones encargadas de realizar investigaciones judiciales con potestad sobre la policía, como vino a ser la Fiscalía General de la Nación. La entidad que recibió denuncias de violaciones de derechos humanos era la Procuraduría, pero su alcance era tan limitado que apenas operaba desde unas cuantas ciudades capitales. Para habitantes de pueblos o zonas apartadas el Estado empezaba y terminaba en las alcaldías.

         En los municipios catalogados como zonas de conflicto armado, caso El Carmen del Atrato, la impunidad era aún más grave porque la fuerza pública actuaba con un control casi nulo. Cada crimen cometido por la policía o por las fuerzas militares podía ser disfrazado como operativo de “seguridad nacional”. Los ciudadanos estaban a merced de la doctrina del “enemigo interno”. Cualquier persona que se expresara públicamente en contra del orden establecido o que se dejara pillar con un discurso rebelde o que hiciera parte de organizaciones sociales podía ser espiado, retenido y desaparecido.

         Conscientes de ser intocables, los hombres del teniente Noriega se movían a placer por las calles del Carmen del Atrato.

Esa policía tenía varias justificaciones: que eran marihuaneros, que estaban dañando a la niñez, que eran guerrilleros. Cuando no les funcionaba por un lado, les funcionaba por el otro. Así mataron a mucha gente que no tenía nada que ver con eso. Y hay que tener en cuenta que quienes llevaron las drogas al Carmen del Atrato fueron los agentes de policía. Aquí se comprobó que los que repartían y consumían droga eran los policías.

Padre Albeiro Parra.

 

LOS DETALLES

Veinticuatro años después de sucedido, luego de que el Gobierno Nacional hubiera promulgado la ley 1448 de 2011 conocida como Ley de Víctimas, la Fiscalía conoció el homicidio de Jorge Luis por denuncia interpuesta por Néstor Saldarriaga, el hermano mayor.

En el acta de la denuncia se lee, apenas, una somera descripción del hecho central: a Jorge Luis se lo llevaron unos policías activos, lo mataron a tiros y arrojaron su cuerpo al río Atrato. No existe un solo documento oficial que haya dejado constancia de cómo sucedió el homicidio ni en qué estado —con qué herida— fue levantado el cadáver. Mucho menos existe la certeza judicial de que este crimen se hubiera debido a un acto de “limpieza social”.

Hay dos razones para ello. Una, que el 5 de agosto de 2000 las Farc se tomaron la cabecera municipal del Carmen del Atrato y, entre otras locaciones, saquearon y destruyeron la inspección de policía y la Alcaldía. Todo el archivo que almacenaba la documentación judicial quedó en cenizas o reducido a trozos de papel entre los escombros. Si alguna vez existió una carpeta dedicada al homicidio de Jorge Luis, en esa toma se perdió.

La otra razón es de procedimiento judicial. El concepto limpieza social no ha sido una categoría de imputación penal y, difícilmente, se ha podido establecer como una probabilidad de motivación para cometer homicidios.

Dijeron que lo habían asesinado por una limpieza social, pero ¿cuál limpieza social? Él únicamente tomaba aguardiente. No fumaba marihuana ni nada.

Néstor Saldarriaga.

 

Se dijo que a Jorge Luis y a Rafagol los habían perseguido y los habían sorprendido fumando. Y por donde los mataron se encontraron restos de cigarrillo.

Iven Mosquera, profesora.

 

En aquella madrugada, luego de que Jorge Luis le dijo a su hermana María Helena y a su amiga Rosa que siguieran para la casa, que él no iba a demorar ahí en La Choricería, ocurrieron unos hechos que no fueron esclarecidos del todo. Se supo que las dos víctimas comieron algo, compraron aguardiente y cigarrillos, y se sentaron en la berma del andén a conversar. Al cabo de unos minutos, se pararon y empezaron a caminar calle abajo, despreocupados e inocentes de lo que les iba a suceder.

A partir de aquí comienzan las especulaciones.

Se dijo que unos agentes de policía —no hay precisión de cuántos— llegaron a La Choricería y la mujer que atendía el mostrador dijo señalando a Jorge Luis y a Rafagol: “Véalos, allá van, ellos son viciosos”. Fue como si la policía hubiera mantenido un acuerdo con esta mujer para que le informara sobre quiénes eran los consumidores de drogas en el pueblo. Especulación posible porque los carmeleños sabían que en La Choricería vendían drogas con las empanadas y la fritanga. La mujer que atendía el mostrador y dos de sus hermanos pagaron cárcel por ese delito en diferentes momentos.

         Tampoco hay certeza de cómo procedieron los agentes de policía minutos después. Una versión dice que los agentes caminaron detrás de las dos víctimas y que, al darles alcance, las encañonaron y se las llevaron para la orilla del río de manera silenciosa. Otra versión dice que cuando las alcanzaron y las encañonaron, les dijeron que arrancaran a correr porque las iban a matar. Jorge Luis y Rafagol cayeron en la trampa porque al emprender la huida facultaron a los agentes para perseguirlos y dispararles. Según parece, todo esto lo hubiera podido aclarar el celador Antonio Correa.

         Lo que sucedió en la orilla del río también quedó irresuelto. Hoy no se sabe si los policías dispararon a quemarropa oa cierta distancia. Si disparó de frente o por la espalda. Hasta las heridas en el cuerpo de Jorge Luis dieron para varias conjeturas. A la mañana siguiente, apenas vieron el cuerpo en el río, creció el rumor de que el pintor había sido decapitado. Otros dijeron que lo habían torturado cortándole la lengua, como castigo simbólico por ser marihuanero y atreverse a ser docente de primaria. Lo que no cuadra es que quienes sintieron los disparos muy cerca de su casa no recuerdan haber escuchado gritos o alaridos de alguien al que están mutilando o degollando vivo.

Imagínese el impacto cuando me dijeron que a Jorge Luis le habían cortado la cabeza. Pero no. Cuando el inspector Monsalve fue a ver, comprobó que no. La camisa inflada por el agua le había tapado la cabeza y se veía sujetada del cuello con el corbatín que se había puesto para el desfile .

Gloria Margarita Jiménez, amiga.

 

Al hacer la denuncia, la familia quiso cumplir con el requisito para que Jorge Luis fuera considerado víctima del conflicto armado interno, lo incluyeran en el Registro Único de Víctimas dispuesto con la ley 1448 y el Estado se viera obligado a cumplir con una reparación económica y otra simbólica. Sin embargo, la Unidad para las Víctimas determinó que este homicidio no se ajusta a un evento del conflicto armado interno porque —palabras más, palabras menos— no hay manera de determinar que los responsables hubieran sido grupos armados ilegales. Y en caso de que se hubiera comprobado la autoría de los agentes de policía, se hubiera debido contar con indicios que sugirieran un homicidio doloso y no un resultado positivo derivado de un operativo legal. “No se logra evidenciar abuso o fuerza por parte de la autoridad competente”, acota la resolución.

Para mí, el caso de Jorge Luis fue parte de la campaña de exterminio de los jóvenes del pueblo por parte de la fuerza pública. El Carmen del Atrato fue uno de los primeros lugares del país en donde se presentaron falsos positivos. A todos los jóvenes del Carmen que estuvieran en otros pueblos se los veía como guerrilleros. A Jorge Luis lo quisieron enlodar, pero nunca se tuvo una versión exacta. Hace poco hablamos de presentarle este caso a la Comisión de la Verdad para que se pueda investigar qué fue lo que pasó.

Padre Albeiro Parra.

 

EL RASTRO

Hoy, agosto de 2020, Jorge Luis Saldarriaga tendría 59 años. Su historia sigue siendo un tema de conversación en el pueblo. Primero, porque su homicidio junto con el de Rafagol y el del celador, como se dijo líneas antes, marcó el inicio de la fase más cruda de la violencia en la cabecera municipal. Cada vez que alguien —un periodista, una oficina del Estado— llega preguntando por los hechos del conflicto armado recibe el recuento de este caso como inevitable punto de referencia. Y segundo, porque a Jorge Luis le bastaron pocos años de vida y de obra como docente y pintor para marcar su huella en la memoria de quienes lo conocieron y en las paredes de los colegios y de la parroquia. 

No solo mataron a un joven valioso, sino que mataron los ideales de muchos jóvenes que lo tenían a él como referente.

Padre Albeiro Parra.

 

La muerte de Jorge Luis me dio muy duro. Me tocó irme dos meses del pueblo. Me sentí culpable porque esa noche no me había quedado con ellos. Yo me decía que, si a Jorge Luis le daba por quedarse en la calle, yo lo hubiera impedido, me lo hubiera llevado para su casa y le habría evitado la tentación del licor.

Gloria Margarita Jiménez.

 

Luego de que lo mataron, nos quedamos sin profesor de artes. No había otra persona que pudiera hacer lo que Jorge Luis hacía. No volvimos a contratar a nadie más como profesor de artes.

Elizabeth Mora Chinchilla, rectora de La Colonia Escolar en 1988.

 

Los cuadros del Viacrucis que restauró duraron colgados por más de veinte años en el mismo lugar; también, las pinturas que hizo para La Colonia Escolar. Quizás el cuadro que más lo distinguió fue la Última cena , que estuvo en el comedor principal del seminario Corazón de María hasta hace unos tres años. Era la imagen de Jesús sentado a la mesa pero acompañado solo por dos apóstoles. Era una pintura en batik, técnica con lienzo y tinta china, que podía medir 1 metro de alto por 1.20 metros de ancho.    

Yo llegué al Carmen del Atrato dos años después de que hubieran matado a Jorge Luis. Y me fui en 2008. En ese lapso, la historia de este pelao era una historia general. Por todo el pueblo uno podía escucharla. No faltaba el que llegaba por primera vez al comedor del seminario y, al ver el cuadro, preguntaba por el autor y entonces alguien le contaba la historia. Y todo lo que contaban era bueno, hasta el punto de que yo llegaba a sentir dolor por alguien que no conocí y me decía: qué rico haberlo conocido, qué triste haberme perdido de una persona tan buena.

Adelson Mena, profesor y luego rector del seminario Corazón de María.

 

A la familia Saldarriaga Calle le quedaron los recuerdos y las fotos en el álbum. Olga cuenta que cuando un hijo suyo se deja crecer el pelo, la gente le dice que queda muy parecido a Jorge Luis. Y por el tono en que rememora los hechos, se nota que hizo el duelo y logró tramitar la ausencia. Otros de los hermanos, sin embargo, todavía cargan consigo cierto resentimiento, la impotencia y la indignación.

Durante un tiempo, Néstor guardó las páginas de un periódico de Cali en el que informaban sobre la muerte a tiros, en calles de esa ciudad, del agente de policía que había asesinado a Jorge Luis. Su alias era “Chica”. Luego, Néstor se desentendió de aquella noticia justiciera y dice que ese periódico se le embolató. Transcurrido todo este tiempo luego de aquella madrugada de 1988, Néstor acepta que no espera nada del Estado: 

Con esas fuerzas tan oscuras que hay en la policía, uno no ve posibilidades de nada.