Así se vive bajo la sombra de la guerra en el Guaviare

Un equipo de Mutante recorrió los territorios distantes del Guaviare, donde las disidencias de ‘Gentil Duarte’ se expanden. Hoy tienen presencia en el 20 % del país. A cinco años del acuerdo de paz, los incumplimientos en su implementación alimentan la intensificación de una guerra que en estas tierras nunca llegó a irse, mientras nuevos problemas llegan: la deforestación y las tensiones con la fuerza pública.

Fecha: 2022-01-23

Por: David González M.

Fotografías: Daniela Díaz

Así se vive bajo la sombra de la guerra en el Guaviare

Un equipo de Mutante recorrió los territorios distantes del Guaviare, donde las disidencias de ‘Gentil Duarte’ se expanden. Hoy tienen presencia en el 20 % del país. A cinco años del acuerdo de paz, los incumplimientos en su implementación alimentan la intensificación de una guerra que en estas tierras nunca llegó a irse, mientras nuevos problemas llegan: la deforestación y las tensiones con la fuerza pública.

Fecha: 2022-01-23

Por: DAVID GONZÁLEZ M.

Fotografías: Daniela Díaz

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En las veredas del Guaviare se puede andar horas por trochas, sin encontrarse a ningún miembro de la fuerza pública. Con suerte, tampoco a nadie de las disidencias de las FARC. Lo que era selva es ya llanura: kilómetros y kilómetros de nuevos pastos sembrados para el ganado crecen sobre los árboles recién quemados. Parece la escena de una película de guerra, donde no se ve a los actores principales.

Nadie habla de quienes no se unieron al proceso de paz y hoy siguen reinvindicándose como FARC-EP, pero todos saben que observan desde las entrañas de lo que queda de la selva o desde la lejanía del caudaloso río Guayabero. Tienen ojos y oídos en todas partes. No se molestan en ocultarlo.

Frente a los billares de un caserío de madera ubicado entre San José de Guaviare y Puerto Cachicamo, donde paran las camionetas Toyota que se conocen como “Líneas” –únicos transportes que se atreven a andar por esos caminos–, hay un afiche recién puesto del Frente Comandante Jorge Briceño Suárez. Se trata del mismo frente que se atribuiría días después un ataque en La Macarena (Meta) que dejó dos militares muertos.

Nadie ha tocado el afiche en días. Parece recién impreso.

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Días atrás, en Bogotá, en un café del Parkway, nos habíamos reunido con un histórico miembro del Bloque Oriental de las FARC que nos pidió mantener su nombre en reserva por seguridad. Su situación de riesgo era alta. Recorrió el Guaviare por años y hoy sigue firme trabajando para sacar adelante el acuerdo. Llevaba meses sin volver. “Compartimos trabajo durante 10 años con ‘Gentil Duarte’. Sé que él tuvo temor porque tenía muchas amenazas, tenía la idea fijada de que no nos iban a cumplir (el acuerdo de paz)”, dice.

Miguel Botache, conocido como ‘Gentil Duarte’, uno de los 10 hombres más buscados en Colombia y con notificación roja de la Interpol, es ahora la cara visible de una guerrilla que se ve a sí misma como las FARC-EP, no como “disidencia”.  En 2016, se separó del proceso de paz y se sumó a un grupo que rechazó las negociaciones. Cinco años después, según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), esa guerrilla tiene presencia en alrededor del 20 % del país. El Guaviare es su fortín y los incumplimientos del acuerdo, el combustible de su guerra.

Y aunque algunas narrativas oficiales han querido reducir el crecimiento de estas disidencias y las minimizan como grupos en disputa por el rentable negocio del narcotráfico, para el excomandante del Frente Oriental la explicación es la de siempre: “Estamos empobrecidos (los colombianos), por eso las disidencias se están fortaleciendo. La gente no tiene de dónde echar mano”.

‘Gentil Duarte’ es solo un alias más en la larga lista de nombres de la historia reciente del conflicto. Según las versiones oficiales habría escapado del ETCR de Las Colinas, en Guaviare. Lo habría hecho con 1,6 millones de dólares y seis de sus hombres de confianza para unirse al ya disidente Frente Primero de alias ‘Iván Mordisco’, que antes de la firma del acuerdo de La Habana decidió seguir en guerra.

Entrada al Centro Poblado, antes Espacio Territorial de Capacitación y Verificación (ETCR) Jaime Pardo Leal, Las Colinas, en Guaviare.

Hoy, esas facciones crecen a través de alianzas o cooptando otros grupos ilegales: “Las 10 estructuras y otras cinco emergentes -Frente 2, 40, Comisión Santiago Lozada, Compañía Misael Rodríguez y Frente Edison Cinco Mil- que componen este gran grupo, tienen en su mayoría relaciones de horizontalidad con Gentil Duarte, con mandos que no llegaban en su mayoría a ser medios en las antiguas FARC-EP”, señala el informe de Indepaz. Y  se abre paso por el occidente hasta el Cauca, absorbiendo o enfrentando otros grupos con la mira puesta en abrir un corredor hacia el océano Pacífico y en retomar lo que era la retaguardia estratégica de las FARC antes del acuerdo.

Al oriente, por su parte, tienen presencia más allá de la frontera con Venezuela. Incluso, según algunas versiones, Duarte estaría detrás de la emboscada que terminó en la muerte del ‘Paisa’ y ‘Romaña’ en el país vecino. Los dos eran comandantes de la Segunda Marquetalia liderada por Iván Marquez, el exjefe negociador en La Habana.  Para el grupo de Duarte, Márquez y su círculo cercano fueron traidores al entregar las banderas de las FARC en La Habana. Y, además, se habían convertido en rivales en la disputa por el control de zonas en la frontera con Venezuela. 

En una entrevista con El Espectador, uno de los hombres de Duarte, encargado de la expansión hacia el occidente, sentenció: “Nosotros no somos unas disidencias (…) somos las verdaderas FARC”.

En Guaviare, los campesinos no ven diferencia entre unos y otros. Su realidad no ha cambiado. Y para los excombatientes en las zonas remotas, que están ahora en medio de la disputa, la situación es de vida o muerte.

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El Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) de Las Colinas es un pueblo con pocos habitantes. Tienen una escuela y un puesto de salud vacío, un gimnasio, un árbol de navidad fundido del año anterior y algunas tiendas con neveras nuevas. No es un espacio del todo desierto, ha recobrado algo de vida con la llegada de familiares de los excombatientes que huyen de la pobreza de otras regiones del país.

También hay niños que nacieron luego del acuerdo y juegan en el parque central con sus padres o corren con sus perros por las calles polvorientas.

“Aquí han asesinado a tres compañeros, uno de ellos a 300 metros de acá. No se sabe por qué, de pronto por venganza”, explica Noemí, quien lleva un machete en la mano derecha y a su hija de tres años en la izquierda. Viene de podar unos árboles de guayaba que utiliza para hacer jaleas y mermeladas que vende en ferias que respaldan a los excombatientes y en la tienda central de Las Colinas.

En la última feria vendieron tres tarros. Están solos y lo saben. “El gobierno no nos ha dado nada, ni siquiera este territorio está en el plan regional de desarrollo”, dice Noemí. Además de los pagos mensuales a cada excombatiente y un apoyo inicial, que el gobierno cumplió, los asuntos pendientes de largo plazo –las trabas en la formalización de la tierra, apoyos en los proyectos productivos y otros compromisos– están entre las quejas de todos en Las Colinas, que por momentos del día se ve como un pueblo fantasma.

Mermelada de guayaba producida por las mujeres del Centro Poblado Jaime Pardo Leal.

El proyecto de la jalea de guayaba no es el primero, antes intentaron sembrar maracuyá, pero perdieron todo el cultivo por alguna peste. “Esto fue una zona cocalera, le echaron glifosato a la tierra y quedó tostada, con abono la hemos ido recuperando”, cuenta Noemí.

Con otro grupo de mujeres han organizado rifas, eventos, tamales comunitarios para poder financiar sus ideas. También tienen una cooperativa que hace vestidos de flores y los venden en la entrada de Las Colinas. Se las arreglan para tratar de subsistir.

El asesinato de ‘Albeiro Suárez’, un líder de la región y reconocido exguerrillero,  hizo que Noemí pensara en regresar a la guerra. Suárez era considerado como el motor de muchos de los proyectos productivos de los excombatientes en la Orinoquía y fue asesinado con 17 balazos en octubre de 2020. “Él era una persona muy trabajadora, que le apostó todo al acuerdo de paz. ¿Cuándo me tocará a mí?”, se pregunta Noemí.

Noemi, firmante de la paz, junto a su hija nacida después del Acuerdo.

En los cinco años que cumplió el acuerdo de paz han sido asesinados 296 firmantes. La  Justicia Especial para la Paz (JEP), en su informe “Silenciando la Verdad”, advierte que de continuar esa tendencia en 2024 serían 1.600 los excombatientes muertos. El 12 % del total de los que firmaron. Y en el mismo informe señalan que en zonas que fueron lugares de la retaguardia histórica de las FARC (dónde operó el Bloque Oriental, Sur y el comando de Occidente),  han ocurrido la mayoría de los asesinatos de reincorporados, lo que coincide con la expansión territorial de las disidencias de ‘Gentil Duarte’. 

En la tarde, Las Colinas es un lugar silencioso. Se oyen las aves, los pocos carros que se atreven a viajar por la trocha que los comunica con el corregimiento El Capricho y algunas motos con los habitantes de otras veredas que vienen a ofrecer sus productos. Los exguerrilleros que pueden construyen sobre sus casas temporales “de cartón”, como las llaman, otras sólidas de ladrillo.

Mackensie trabaja en una de ellas. Todavía no en la suya porque no tiene el dinero. Sobre la salida principal de Las Colinas construyó una réplica de un campamento guerrillero como tantos que hizo en su pasado de guerra. Espera que lleguen turistas a quedarse.

Cuando hablamos pasa un avión sobre el ETCR.  “Eso que usted oye ahí, no es un avión particular, es una exploradora”, dice, recordando su experiencia en más de 10 años que estuvo en la guerra.

Mackenzie, exguerrillero, junto a su hijo y esposa.

Mientras me explica, su hijo de cuatro años mete la cara en la rancha del campamento (donde cocinan) y se llena de carbón. Mackensie lo limpia con su poncho. Cuenta que la fuerza pública lo ha detenido varias veces, incluso lo han empujado, le han tomado fotos. “¿Para qué un policía quiere tomarme fotos?”. La estigmatización pesa y las amenazas acechan las vidas de los exguerrilleros. El 99% de los asesinados han sido hombres y el 71% tenía entre 25 y 44 años. Tal como Mackensie.

Dice que todavía necesita dinero para acabar de construir su experiencia turística. Hacerle el camuflado en los techos y cambuches para que la gente se pueda quedar. Insiste en que ahora lucha por su familia, que tener a su hijo le cambió la forma de pensar.

Centro Poblado Jaime Pardo Leal, en Las Colinas, Guaviare, donde se agrupan más de 200 familias de exguerrilleros de las FARC-EP.

En la noche, un anciano de la tienda nos vende los pasajes de la Línea que sale en la madrugada de Las Colinas. Es la única forma de viajar, la otra es en un vehículo blindado de algún esquema de protección. Pero no es seguro. No muy lejos de ahí, en el que era el ETCR de los Llanos del Yarí (Meta), un grupo ilegal quemó varios carros del esquema de seguridad colectivo y dejó vivo de milagro a sus pasajeros. La situación de inseguridad obligó a más de 40 excombatientes y sus familias a salir del territorio y desplazarse al ETCR  Urias Rondón en Caquetá.

El anciano, que estuvo más de 50 años en las FARC y conoció al mismo Jacobo Arenas,  dice que nos ha visto desde hace varias horas y que quiere hablar. Nos pregunta si creemos en la revolución. Es pesimista y está decepcionado del acuerdo. Dice que en cinco años cuando terminen los pagos mensuales acordados para los excombatientes, las disidencias van a crecer más, “porque nuestras causas (las de las FARC) siguen vivas”. Se refiere al descontento, la falta de oportunidades y de garantías a la vida, los cantos que las disidencias usan para alimentar sus filas y recuperar el poderío militar perdido.

Exguerrillero de vieja data que perteneció el antiguo Bloque Oriental de las FARC. Ahora tiene una tienda en el Centro Poblado Jaime Pardo Leal.***

De camino a Caño Mosco, frontera del Parque Nacional Natural Nukak, hacia la Lindosa, el viaje no puede ser más accidentado. Dos campesinos cocaleros, decepcionados del programa de sustitución de cultivos, nos llevan en sus motos hacia un bohío donde se reúnen indígenas con representantes del gobierno. 

En el camino, lo que más llama la atención son los árboles chamuscados. Están apiñados como cuerpos tirados en una fosa común, pedazos de troncos carbonizados todavía parecen envueltos en una capa de humo recién apagada.

Los campesinos han vivido desde hace generaciones en esas tierras que llegan hasta el río Inírida. Allí la guerra nunca se fue, los hombres de ‘Iván Mordisco’, semilla del grupo de ‘Gentil Duarte’, controlaban los territorios. Incluso cuando se anunció el acuerdo, reunieron a los campesinos y les dijeron que allí nada iba a cambiar.

El Estado por su parte lanzó a comienzos de 2019 la Operación Artemisa contra la deforestación,  que viene aumentando y que solo en el Guaviare, según el Ideam, ronda las 25.500 hectáreas.  Para los campesinos, la presencia de los militares en una zona donde se mueven los hombres de ‘Gentil Duarte’ es de altísimo riesgo. Y esa presencia ha venido en aumento.

Un campesino guía su ganado en medio de restos de bosque destruido con químicos para despejar la tierra y usarla para otras actividades como ganadería o cultivos.

A ellos se suma la creciente injerencia  de otros grupos, que la Defensoría del Pueblo  en una de sus alertas tempranas, la 005 de enero de 2019, identifica como  “Armados Ilegales Posdesmovilización de las AUC” en el Guaviare. Caño Mosco es uno de esos territorios en riesgo donde crece la actuación de los ilegales. 

“¿No le da miedo que lo secuestren?”, nos pregunta Wilson, uno de los conductores que nos transporta. Conoce la vía de memoria, acelera donde puede y sabe por cuál parte de la trocha debe mandar la moto para pasar los charcos o los puentes podridos de madera. “Anteriormente con una hectárea de coca usted sobrevivía y ahora pa’ vivir necesita 20 hectáreas para ganado”, dice. La ganadería es una de las principales razones de la deforestación en la región.

“Y las vacas ni siquiera son nuestras, nos pagan un arriendo por los pastos”, agrega Wilson, campesino y padre de dos hijas menores de 10 años. Este excocalero es parte de una de las 7.521 familias que se inscribieron al Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos (PNIS), que deriva de un punto clave del acuerdo de La Habana: el de la solución de los cultivos ilícitos.  Hoy se arrepiente.

Campesino cocalero en su chacra, en cercanías a San José del Guaviare.

En todo el país son cerca de 100 mil las familias que decidieron arrancar las matas de coca para acogerse al programa, que en el primer año les pagaba una mensualidad de un millón de pesos como Asistencia Alimentaria Inmediata. Además, el programa contemplaba otros apoyos, tanto económicos como formativos, para sacar adelante proyectos productivos que les permitieran sobrevivir. Pero por los incumplimientos, el asunto nunca despegó.  “Va uno a reuniones y una entidad le echa la culpa a la otra, nos tienen aguantando hambre”, reclama Wilson. 

Para el gobierno que prefiere hablar de “paz con legalidad”, antes que de acuerdos de paz de La Habana, el programa es un éxito porque el 20 % de las familias que sustituyeron tienen hoy un proyecto productivo.

En el bohío la reunión es tensa. No fueron ni la mitad de los representantes del gobierno. Los indígenas Nukak que rechazan la deforestación de los colonos en sus selvas dicen que los campesinos son hermanos, pero que tumban una hectárea de selva para meter una vaca. Los campesinos, por su parte, dicen que ahora son señalados de terroristas ambientales y perseguidos por la maquinaria de la fuerza pública. Insisten en que el ganado es lo único que les permite no morir de hambre ante los incumplimientos del PNIS.

Un grupo de campesinos marcha en Puerto Cachicamo. Exige el cese de los atropellos a la comunidad.

Julio*, uno de los líderes, me dice: “Acá quedó un grupo de la guerrilla de las FARC que no se acogió al acuerdo de paz.  Nos dijeron, con la coca ustedes verán qué hacen, después no se vayan a quejar  si no les cumplen, no es de nosotros la culpa”.

Según el Ideam, Guaviare concentra el 15 % de la deforestación nacional, que tiene sus causas no solo en los cultivos de coca, sino también en el acaparamiento de tierras para el ganado, la comercialización de madera y la minería.  A pesar de la implementación de la Operación Artemisa, esos grandes deforestadores siguen impunes.

Jhon Rodríguez, otro de los líderes campesinos, muestra un papel que dice demostrar que esa zona es reserva campesina, antes que indígena. Arguye que ellos son hijos y nietos de los colonos que el Estado impulsó a venir en el siglo XX, cuando fueron desplazados de las sabanas fértiles alrededor de Bogotá.  Para los Nukak, nómadas, ese territorio no es suyo. Pero es el que cuidan desde hace siglos. Son los guardianes de la selva que hoy ven en llamas.

Un campesino observa desinteresado la reunión desde afuera del bohío. No se ve preocupado, aunque tiene razones. Días atrás en una operación militar, le bombardearon el puente frente a su finca. Según argumentó la policía porque una fiscal de Bucaramanga había dicho que era ilegal y que había sido construido por las disidencias. 

“Acá vinieron a decir que ese puente lo habían hecho los grupos armados. Y eso es pura mentira, nosotros (la comunidad) lo hicimos del bolsillo nuestro, a mi me tocó dar seis millones de pesos de mi plata. Otros de a 500, de a millón. La hicimos para sacar nuestros productos y nos lo bombardean”, explica el hombre.

Nos lleva a su finca, en el límite de la reserva. Más allá solo queda el corazón de la selva que va hasta el río Inírida. Nos muestra el lugar donde aterrizó el helicóptero con los militares. Él no se sumó al PNIS. “No me acogí porque uno sabe cómo es el gobierno”, dice. Él ha sido desplazado por la violencia de otros dos lugares de Colombia, el último fue El Capricho, cerca al ETCR de Las Colinas.

Con cuatro hectáreas de coca, hacía cinco millones de pesos cada 45 días.  Ahora tiene una hectárea sembrada escondida detrás de la carretera bombardeada.

La mata de coca es verde clara, casi amarilla y brilla opaca con el sol. El hombre camina por los surcos de su cultivo y quita hojas secas de las ramas. “Ahora el tema no es tanto la coca, sino la deforestación. Lo ven a usted con una guadaña o un hacha y se lo llevan preso”, dice. Todos saben que la persecución no alcanza a los grandes propietarios sino a pequeños campesinos.

Varios  de ellos contaron de casos de jóvenes que capturaban por cualquier razón y luego los mostraban, según ellos,  como “terroristas ambientales” en San José del Guaviare y Villavicencio. En Colombia es delito talar selva en áreas protegidas de parques naturales o resguardos indígenas.  En el transcurso de la ejecución de la Operación Artemisa han sido capturadas 96 personas por delitos ambientales como talar para ganadería dentro de esas zonas. Pero los campesinos denuncian falsos positivos judiciales.

Lo cierto es que la tensión aumenta en el Guaviare. Y el conflicto adquiere una cara no vista antes, alimentada por los incumplimientos a la sustitución de cultivos y la deforestación. “Mandan bombardear y el que lo hace, lo hace desde un escritorio. Y eso no sabe nada. Supuestamente porque acá es solo selva, porque acá no hay habitantes,  porque acá no existimos”, concluye el campesino cocalero.

***

Para cuando llegamos a Calamar, el municipio más al sur de Guaviare, la noticia de la muerte del hijo de Magaly ya había salido en varios medios: “Médico secuestrado por disidencias muere en un bombardeo”.

Ese mediodía en el centro del pueblo, Magaly atiende la ferretería con su esposo, su hija mayor y su hermana que ha venido desde Aguachica a acompañarla en el duelo que ya lleva dos meses. El dolor estaba intacto. El esposo de Magaly, padre del “doctor Leonel”, apenas nos vio llegar se tapó la cara con la mano y trató de pasar por la garganta el llanto que estalló en un murmullo. ”Lo siento, todavía no puedo hablar de mi hijo, hablen con Magaly”, dice.

La señora Magaly tiene 48 años, ha sido desplazada dos veces por la violencia y vivió la mayor parte de su vida en Fortul (Arauca). Parece mayor y el duelo le ha robado años de vida. “Mi hijo es Leonel Martínez Mendoza, un hijo muy ejemplar, muy inteligente. Era muy aplicado en su estudio”, recuerda.

Magaly Mendoza, madre de Leonel Martínez en primer plano. Atrás, la foto que guarda de su hijo cuando era adolescente.

Antes de entrar a su casa, su esposo señala la puerta de la ferretería y dice: “De aquí se lo llevaron ese día”. Luego se sostiene con los dos brazos sobre el mostrador.

Magaly nos lleva a la habitación de su hijo. Dice que en las noches no duerme, que va a tratar de no llorar, pero que ya no tiene las pastillas que le prescribieron. Saca del armario el uniforme de médico de su hijo, sus notas, su diploma de una universidad cubana. “El fiscal en Villavicencio me dijo que si había estudiado allá era porque era guerrillero”, se lamenta.

Magaly Mendoza, madre de Leonel Martínez, enseña fotos de la última celebración de su cumpleaños.

Es una práctica de la guerrilla en territorios como Guaviare llevarse forzosamente a especialistas de salud cuando se requiere atención para sus heridos. El reclutamiento forzado es una amenaza latente mientras crece el poderío de las disidencias de ‘Gentil Duarte’.  El doctor Leonel, aunque graduado a sus 26 años en Cuba, todavía esperaba la homologación de su diploma.  Ante la demora burocrática ayudaba voluntariamente a uno de los médicos de Calamar.  Esto debió  haber llegado a oídos de la guerrilla que decidió llevárselo el 11 de septiembre.

“Cuando lo subieron al carro**, me decía: ‘Mamá, cálmese’, pero él iba peor que yo, estaba blanco y le temblaban las manos”, cuenta Magaly y rompe a llorar. Necesita varios minutos para reponerse. Desde el fondo de su sala se ve en calma el río Unía que llega al Vaupés.  Su hijo murió en uno de los 21 bombardeos que ha realizado la Fuerza Aérea Colombiana desde agosto de 2018. Operaciones que también han resultado en la muerte de 22 menores de edad, siete de ellas mujeres.

Título de pregrado de Leonel Martínez, otorgado por la Escuela Latinoamericana de Medicina de Cuba.

Firmas recogidas por la familia de Leonel Martínez para evidenciar su servicio medico comunitario.

Magaly solo pudo ver el cuerpo de su hijo hasta el día del entierro. Abrió el ataúd y no lo reconoció, no encontró el lunar que tenía en el cuello, aunque poco podía detallar porque la piel de la cara era como una capa de gelatina sin color. “Si mi hijo no era ese, tiene que estar pudriéndose en la montaña y no me lo voy a perdonar”.

En la ferretería, la familia mantiene un listado de personas atendidas por el doctor Leonel, en su mayoría campesinos. Después de su muerte, decenas han firmado, ponen sus datos y la enfermedad por la que fueron atendidos. Es un intento último de Magaly para decir que su hijo no era un guerrillero, que no hacía parte de esa guerra que crece de nuevo como un cáncer sobre los pueblos del Guaviare.

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En la última parte del viaje llegamos a Puerto Cachicamo, un caserío que tiene al frente el río Guayabero y las selvas profundas que llegan hasta La Macarena y que hacen parte del corredor que los hombres de ‘Gentil Duarte’ han venido fortaleciendo en los últimos años.

Es de nuevo un escenario de conflicto. El Estado solo hace presencia a través de la fuerza pública. Pelotones de soldados se mueven cautelosos de vereda en vereda, según los campesinos. Saben que no son bienvenidos. Los campesinos se quejan de detenciones ilegales, violaciones, empadronamientos y piden que no pongan en riesgo su vida al montar puestos militares cerca a sus casas.

Ese día llegaron de todas las veredas cercanas para exigir el fin de los abusos y el retiro de un puesto militar en una finca cercana al pueblo, que los puede convertir en blanco fácil de los ataques de los hombres de ‘Gentil Duarte’.

Unos quinientos campesinos llegan hasta ese punto perdido en el mapa, vienen en lanchas, en moto o a pie. Atienden a la convocatoria de los líderes como un solo cuerpo. Luego de tantos años en medio de la guerra saben que la unión es su mayor fortaleza. Denuncian que un grupo que venía desde la vereda de La Catalina fue recibido a tiros por el ejército.

Un integrante de la Fundación por la Defensa de DDHH y DIH en el Oriente y Centro de Colombia (DHOC) habla ante la comunidad sobre los recientes hechos de violencia contra la población.

La relación es tensa. Un líder que organiza la marcha cuenta que han encontrado marcas nuevas en los árboles por donde pasan los pelotones con las siglas de Autodefensas Unidas de Colombia, AUC. Una palabra que persiste con horror en la memoria colectiva de la región.

Doris llegó desde Villavicencio, es una importante líder regional que durante la época del presidente Álvaro Uribe, se volvió defensora de derechos humanos para sobrevivir. “Todo proceso de paz tiene sus más y sus menos. Acá es un fracaso. Apenas cumplieron a medias, pero el eje central de la guerra que es la tierra está quietico”, dice.

No son pocos los que llegan ese día con el objetivo de exigir una paz real.  A mediados del año pasado, Fernando –quien hace parte del medio comunitario Voces del Guayabero– fue a grabar una operación de erradicación forzada de coca y un miembro del ejército le disparó.  Le voló un dedo y le dañó la cámara.  Mientras huía le volvió a disparar, la bala impactó en otra cámara que llevaba en su morral. – “Por vivir en esta zona de conflicto siempre vamos a tener problemas. Acá nos dan tratamiento de guerra”, explica. A pesar de lo que vivió sigue cubriendo lo que ocurre en Guaviare, como la reunión de Puerto Cachicamo.

Óscar hace parte de la Guardia Campesina, un cuerpo de personas desarmadas que acompaña las movilizaciones, dice que son una respuesta pacífica a los abusos de la fuerza pública. “Ellos solo ven en nosotros a guerrilleros, narcotraficantes y ahora terroristas ambientales”, cuenta.

Unos quinientos campesinos caminan hasta una finca a unos 40 minutos de Puerto Cachicamo, hasta el lugar donde el ejército quería montar su puesto permanente.

Llegan a su destino, pero el Ejército ya no está. Del puesto militar solo quedan los restos de los cambuches y los cultivos que los soldados sembraron los seis meses que estuvieron allí. “¿Y ahora?, le pregunto a Doris. “Pues seguir marchando unidos… cuantas veces toque”, responde.

Al fondo, en el horizonte, un arcoiris completo acompaña el regreso cansado de los campesinos. No hay muertos y eso es un triunfo.

Días después el coronel Omar Ochoa, comandante del Comando Específico de Oriente, diría refiriéndose a la marcha de los campesinos, y desde un Consejo de Seguridad en San José del Guaviare, que en Puerto Cachicamo las disidencias obligaron a los campesinos a realizar asonadas contra los militares para sacarlos del territorio.  La narrativa de guerra, de estigma y militarización de la población civil, sigue vigente a cinco años de la firma del acuerdo de La Habana.

En el Guaviare la paz no llegó siquiera a ser un recuerdo. Y la guerra sigue ganando terreno.

*El nombre fue cambiado para proteger a la fuente.

** En una primera versión del texto publicamos que fue una moto cuando en realidad era un carro. Hicimos la corrección por petición de la fuente.