Hombre trans busca trabajo: una odisea poco contada

Las experiencias de vida trans han ido ganando visibilidad gracias al activismo y en el mundo académico, pero aún hay mucho por entender y hacer fuera de esos círculos. Uno de los ámbitos donde mayor discriminación y dificultades enfrentan, especialmente las vidas transmasculinas, es el laboral, y en muchas ocasiones su proceso de transición también significa una transición al desempleo o la informalidad.

Fecha: 2022-02-10

Por: Adrián Atehortúa

Ilustración: Zay

Hombre trans busca trabajo: una odisea poco contada

Las experiencias de vida trans han ido ganando visibilidad gracias al activismo y en el mundo académico, pero aún hay mucho por entender y hacer fuera de esos círculos. Uno de los ámbitos donde mayor discriminación y dificultades enfrentan, especialmente las vidas transmasculinas, es el laboral, y en muchas ocasiones su proceso de transición también significa una transición al desempleo o la informalidad.

Por: ADRIÁN ATEHORTÚA

Ilustración: Zay

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Jhonnatan Espinosa tiene 48 años. Se graduó de la universidad como administrador financiero y luego hizo especializaciones en Intervención y Gerencia Social. Por sus títulos y desempeño llegó a ser rápidamente cabeza de un equipo de trabajo a cargo de 300 personas en un banco donde ganaba unos nueve millones de pesos. Su vida iba bien hasta que un día comenzó a interesarse en temas de género. En esa exploración descubrió un término que no había escuchado antes: ‘hombre trans’. Es decir, quienes al nacer son asignados socialmente como mujeres por sus características anatómicas, pero que en un momento de sus vidas se autorreconocen como hombres o dentro del espectro de la masculinidad.

Fue entonces cuando Jhonnatan comprendió que él era y siempre había sido un hombre trans, y empezó a identificarse como uno. Tenía 38 años. Comenzó a liderar causas y participar en organizaciones de defensa de los derechos de los suyos. En pocos meses, su nombre figuraba cada vez más en redes y medios como un líder de la causa, que con el tiempo lo llevaría a integrar organizaciones como la Red Distrital de Hombres Trans. Ahí le llegó una noticia inesperada.

El 24 de junio de 2015 recibió la notificación de que había sido despedido del banco después de nueve años en el cargo. El motivo: desconocido. Pero para Jhonnatan, no hay que darle tantas vueltas para llegar a una conclusión que es el común denominador entre los hombres trans que tienen un empleo en Colombia: “Fue porque empecé a identificarme como hombre trans. Yo nunca notifiqué nada a la empresa sobre mi identidad, porque uno no tiene que hacerlo. Pero no me cabe duda de que no cayó bien mi proceso ni mi activismo”, cuenta Jhonnatan.

Desde niño, dice, siempre se sintió hombre. Recuerda que a los cuatro, cinco años, ya prefería los balones y los carritos a los vestidos o las muñecas. A los ocho, les dijo a sus padres que no le gustaba el nombre que le habían dado al nacer y ellos, entendiendo lo evidente, lo llevaron a la Registraduría e hicieron de nuevo el trámite para registrarlo, ahora sí, con un nombre con el que se sintiera identificado. Asistió al colegio sin mayores problemas, comportándose y vistiéndose igual que los demás niños varones, teniendo especial habilidad para las matemáticas y el deporte. Entre la adolescencia y la temprana adultez tuvo una novia, y luego otra, y luego otra.

Buena parte de su vida no había sido consciente de las discriminaciones que enfrentan la mayoría de hombres trans por cuenta de su identidad de género, gracias en parte a que desde niño contó con la comprensión de sus padres.

El suyo es otro más de cientos o miles de casos de despidos injustificados que ocurren con la población trans. La cifra es así de incierta por otra razón igual de discriminatoria: ninguna entidad estatal hace estudios amplios sobre la población trans en el país que den bases para entender cuál es realmente su situación actual.

“La falta de estudios sobre la población trans hace que también sea difícil identificar puntualmente cuáles son las dimensiones reales de las vidas trans en Colombia. Y el problema va desde no saber cuántas personas trans hay exactamente en el país, hasta cifras tan importantes como cuántos y cuáles son los casos de discriminación, de qué tipo, qué necesidades tienen, dónde se ubican, etcétera”, explica Tomás Anzola, director del Área de Incidencia Política del Grupo de Acción y Apoyo a Personas Trans (GAAT).

En otras palabras, es como si no existieran, al menos para el Estado, al que le cuesta ver el mundo más allá del binarismo: hombre/mujer. Pero las vidas trans existen, por supuesto. Y los pocos datos rastreables que hay desde la oficialidad son, en el mejor de los casos, desactualizados o imprecisos. Hasta el mismo DANE, en los resultados del último censo poblacional de Colombia (hecho en 2018 y presentado en 2020), reconoce que aunque sus números registran que un 1,5 % de la población en Colombia se identifica como LGBT y, de ellos, 0,05 % se reconoce como trans, con estos últimos hay que tener especial cautela a la hora de entregar información, precisamente por la baja prevalencia estadística.

Una vez descartada la posibilidad de obtener cifras sobre hombres trans a nivel nacional, lo más reciente y detallado que se puede encontrar son los números incluidos en la Línea de Base de la Política Pública LGBT de Bogotá, obtenidos de mediciones realizadas en 2017. Es decir, más que un censo poblacional, se trata de un estudio basado en una serie de estadísticas hechas ese año que hacen parte de las estrategias para implementar la Política Pública LGBT (PPLGBT) de Bogotá, creada en 2007 durante la administración de Lucho Garzón, e implementada desde 2009. Fue la primera de su tipo en Colombia. Luego surgieron iniciativas similares en otras ciudades como Medellín, Cali e Ibagué. Todas tienen distintos niveles de cumplimiento y han recibido críticas a su implementación desde organizaciones expertas en estos temas. También está la Política Pública Nacional LGBT, firmada a la carrera en los últimos días de gobierno de Juan Manuel Santos en 2018, pero ni siquiera ha arrancado su plan de acción.

Todo lo anterior solo quiere decir una cosa: cualquier cifra sobre la población trans y sobre las transmasculinidades, específicamente, es solo un indicio, una muestra de cómo puede ser probablemente la realidad, pero refleja el subregistro existente. Y, en el caso de las cifras presentadas por la PPLGBT de Bogotá, son números preocupantes. Según esas mediciones, solo el 14 % de los hombres trans accede a la universidad y el 57 % completa el bachillerato. Y en el ámbito laboral, son los hombres trans quienes en menor medida cuentan con un contrato laboral en comparación con los demás sectores LGBTI: el 45 % de ellos trabaja en algo, pero no tiene “ningún tipo de contrato laboral”.

Cualquiera de esos números podría corresponder a la realidad si se tiene en cuenta las tendencias con las que se encuentran organizaciones como GAAT. El problema es que no dan cuenta de los motivos por los que se presentan. “A pesar de que no hay cifras concretas y totales, no quiere decir que la población trans no esté pasando todo tipo de discriminaciones y, en el caso de las transmasculinidades esa invisibilización es más profunda por nuestra cultura del machismo que ve como una debilidad que un hombre denuncie el maltrato”, explica Emilio Lozano, líder del Área de Gestión y Talento Trans de la Fundación GAAT.

Además, sus ambientes de trabajo son hostiles. Datos incluidos en el informe “Cartografía de derechos trans en Colombia” indican algunas de las situaciones que viven: el 79 % de las personas trans han sido discriminadas en su lugar de trabajo y el 40 % de ellas han sido forzadas a vestirse y a actuar de manera diferente ahí.

 

LOS COSTOS DE LA TRANSICIÓN

Ese vacío de información sobre las discriminaciones no cuantificadas que padecen las poblaciones transmasculinas en Colombia incluye un enorme hueco sobre garantías y acceso al trabajo. Entre los rasgos que identifican organizaciones como GAAT, los obstáculos en la vida laboral de los hombres trans se podrían reunir en tres grandes temáticas: el despido sin justa causa, como en el caso de Jhonnatan, que por lo general se presenta en un momento de la transición; la informalidad como un derivado de la desescolarización y la falta de capacitación o formación del personal de las empresas en materia de diversidad de género, que se expresa en la falta de comprensión de sus necesidades, como por ejemplo, los pronombres con los que se identifican o las adecuaciones para acceder a un baño.

Personas como Enrique Ramírez han pasado por todas esas etapas. Nacido en 1980, en Medellín, fue hijo único de una mujer cabeza de hogar que se ganaba la vida como estilista y se había divorciado de un hombre maltratador. Enrique creció en el barrio Campo Valdés, en casa de la abuela materna, donde vivía con su madre rodeado de sus tíos que eran la viva representación del prototipo de macho.

Ya a los siete, ocho años, manifestaba sus inconformidades: detestaba cualquier juguete que lo encasillara como niña y odiaba la falda del uniforme de diario del colegio. Sus tíos le decían “machito” o “marimacha”, más con burla que con empatía. Pero él no se lo tomaba a mal. “Cuando me decían ‘marimacha’ no me molestaba. Al contrario, me sentía bien porque sentía que sí estaba reflejando cómo yo me sentía, lo que yo quería ser”.

Así, su adolescencia fue un ir y venir de peleas defendiendo su identidad, que en ese momento no sabía qué podría ser, pero que claramente no era la de una chica. Comenzó a vestirse al estilo de la moda new wave (ese estilo que usaban cantantes como The Cure, Boy George y la más temprana Madonna), en parte porque sentía que así podía usar ropa que no parecía femenina. Esas preferencias le trajeron conflictos con su madre. Ella, por la naturaleza de su trabajo, siempre quiso verlo como una mujer: con peinados, maquillaje, vestuario y gestos afeminados. Y cuando descubrió que Enrique ya tenía novia lo echó de casa cuando tenía 16 años.

Fue entonces que interrumpió el colegio, cuando le faltaba un año para graduarse de bachiller. Se fue a vivir con su pareja, una mujer diez años mayor, y vivió del rebusque durante cinco años. A los 21, cuando la relación terminó, volvió a casa de la abuela. El regreso fue un debate en la familia. Todos dijeron que sí, menos su madre. Ahí retomó el colegio y se graduó en un instituto nocturno de validación. Sin embargo, las cosas seguían siendo frágiles: Enrique sabía que en cualquier momento podía ser desterrado de nuevo del hogar. La universidad no era una opción (no tenía plata) y su única estabilidad sería trabajar. Como no tenía títulos, ni experiencia laboral certificada, apeló a lo que sí tenía.

Según se describe a sí mismo, para ese momento, a sus 22, Enrique era todo un personaje. Con una apariencia cada vez más andrógina (con características tanto femeninas como masculinas), su recursividad para defenderse se basaba en un carisma propio de los culebreros que se la rebuscan y así logró llegar hasta un concejal del Partido Liberal un día que estaba haciendo campaña por su barrio. Era 2005 y Enrique llevaba casi dos años sin trabajo. El concejal lo escuchó, le dijo que lo ayudaría y le dijo que dejara su hoja de vida con su asistente. Al siguiente día, recibió una llamada: estaba contratado en la Secretaría de Planeación de la Alcaldía de Medellín.

Así comenzó su vida laboral y así se ganó la vida durante once años: en una especie de carrera administrativa como contratista por prestación de servicios, siendo auxiliar administrativo sin títulos, que renovaba contrato cada año con una administración diferente.

Aunque tenía un trabajo relativamente estable, en lo relacionado con su identidad vivía un proceso que incluyó todo tipo de sufrimientos. Cada vez era más frecuente que la gente no supiera cómo dirigirse a él. Lo trataban en femenino, en el mejor de los casos, y lo que más lo alteraba es que alguien quisiera definirlo como una mujer lesbiana. “Me emputaba. Nunca tuve problema con que me dijeran ‘machorra’, pero ¡lesbiana!… Me parecía la peor ofensa, porque yo soy un hombre al que le gustan las mujeres, no una mujer”, afirma. Tantos fueron los dardos que su autoestima, que antes había sido su motor de vida, rápidamente se fue al suelo. La presión y la falta de empatía de su entorno lo llevaron al abismo. Ya había pasado los 30 años y su mayor temor era envejecer con un cuerpo de mujer. Cayó en una depresión profunda: se volvió alcohólico y llegó a pesar casi 90 kilos.

Empezó a sufrir de la presión y el colesterol. Una médica le dijo que si no paraba con su autodestrucción paulatina terminaría sufriendo mucho más. Enrique se inscribió en un gimnasio y cuando su entrenador le preguntó qué quería, él le respondió: “Borrar todo rastro femenino de mi cuerpo”. A punta de entrenamiento, logró bajar 40 kilos en seis meses.

Cuando llegó el momento de empezar el proceso de musculación, su entrenador le sugirió usar inyecciones de testosterona. Ya Enrique no sentía tantas ganas de morirse y, temiendo algún daño, prefirió investigar cuáles eran los efectos de ese proceso. En esa búsqueda vio, por primera vez, un video de la transición de un hombre trans, un término que no había escuchado a sus 37 años y que le presentaba una posibilidad que desconocía. Sintió que había encontrado la respuesta que siempre había esperado.

Comenzó a averiguar por grupos de redes sociales y encontró perfiles y comunidades de hombres trans empoderados en Colombia a quienes contactó. “Mi objetivo era hacer mi transición”, recuerda. En mayo de 2015 visitó a un psiquiatra en el Hospital Mental de Antioquia para conseguir un aval médico que certificara que él se sentía hombre y lo consiguió ese mismo día: el doctor lo examinó durante media hora y le dijo: “Claro que usted es un hombre”. En agosto de ese año, Enrique salía de un quirófano de la Clínica de las Américas tras hacerse su mastectomía.

Para entonces acababa de cumplir 38 años y trabajaba en la Alcaldía de Medellín. Al recuperarse de la cirugía, en su oficina hicieron una reunión para presentarlo ante sus compañeros con su nueva identidad y apariencia. Pero el gesto de hospitalidad no duraría mucho: en enero del siguiente año, a todos sus colegas les renovaron el contrato, menos a él. Y así terminó su carrera en el sector público: sin ninguna explicación, justo después de haber hecho su transición.

“Nunca me dijeron por qué no me renovaron el contrato. Y ni modo de hacer reclamos, ellos pueden hacer eso”, cuenta Enrique. Lo primero que hizo fue acudir donde el concejal que le dio empleo, pero no dio resultado. “Me dijo que me ayudaría, que me quedara tranquilo que iba a gestionar. Pero no pasó nada. Me dijo que se sentía muy feliz por mi transición. Y, como queriendo demostrar que me apoyaba, me regaló sin que yo le pidiera dos pantalones de él ya viejos y usados, como quien dice que me ayudaba a no quedarme sin ropa de hombre ahora que me quedaba sin trabajo y acababa de hacer mi transición”, recuerda. Desde entonces, pasaron seis años sin que Enrique volviera a trabajar en una oficina. Todo fue rebusque. Sin títulos ni mayores referencias enviaba su hoja de vida a todas partes, sin resultado. Su intento más reciente por tener un empleo formal fue una entrevista de trabajo que hace parte de un proceso al que ingresó en enero de 2022.

 

EL REBUSQUE COMO REGLA Y LA LIBRETA MILITAR COMO OBSTÁCULO

Aunque las cifras no sean concretas, los casos como los de Jhonnatan y Enrique sí lo son, y sus casos evidencian que las transiciones de los hombres trans en Colombia también son una transición al desempleo o la informalidad.

Según una encuesta de 2018 hecha por la organización Red Distrital de Hombres Trans, donde milita Jhonnatan, entre 118 hombres trans encuestados en todo el país, ninguno tenía un contrato por vinculación a término indefinido y solo el 5 % tenía un sueldo que le permitía pagar sus prestaciones sociales. Todos los demás vivían en la informalidad,  una categoría que podría definirse sencillamente como ‘rebusque’: desde ventas ambulantes hasta prostitución.

También es cierto que la informalidad no es una situación exclusiva de la población trans. Es bien conocida la precarización de las condiciones de los trabajadores de Colombia, independientemente de su procedencia. De acuerdo con el DANE, el 35 % de los empleos son informales y en esa cifra entran todo tipo de poblaciones, siendo los jóvenes los más afectados. Sin embargo, el punto de la vulneración en los hombres trans, de acuerdo a los estudios de la Red Distrital de Hombres Trans, además de las discriminaciones ya mencionadas, se debe a la incapacidad de los empleadores para entender temas de género o, ya enterados del tema, en un desgano por ser incluyentes.

El caso más frecuente en ese aspecto es el de la libreta militar, según los procesos atendidos por organizaciones como la Red Distrital de Hombres Trans . “Una de las denuncias en temas de obstrucción al derecho al trabajo que registramos con más frecuencia es cuando les exigen la libreta militar para ser contratados y, en ese aspecto, en Colombia no hay una regulación. Al identificarse como hombres trans las empresas podrían exigirles ese documento, pero a la hora de ir a sacarlo, la ruta de acceso a ese trámite es muy complicada”, explica Jhonnatan Espinosa.

Ese obstáculo está amparado en lo legal porque los hombres trans no entran en la lista de poblaciones exentas de tramitar este documento, como lo señala la Ley 1861 de 2017. Lo mismo ocurre con obstáculos burocráticos que ya tienen resueltas todas las trabas legales, como los cargos de carrera administrativa para funcionarios públicos que se asignan por concurso de méritos: aunque en diferentes plataformas de entidades del Estado ya existe una clasificación diversa en la categoría género, y muchos de los aspirantes trans así se presentan, su postulación queda anulada porque las personas encargadas de evaluar los papeles subidos al sistema los descartan bajo el argumento de que los nombres que aparecen en la documentación solicitada (como diplomas o documentos de identidad) no coinciden con el nombre del aspirante.

El desconocimiento en materia de género es un tema grave en el acceso al trabajo. Gran parte de la solución está en la voluntad, ya sea de las entidades públicas o de las empresas en sí mismas, de fomentar el trabajo incluyente. Si existiera una directriz política que ordenara, por ejemplo, contratar población trans en las empresas, eso abriría muchas puertas. O, también, que una empresa quiera por su convicción ser parte de estas nuevas corrientes de inclusión e inicie un proceso para crear un sistema interno que permita que una persona trans haga parte de ella”, explica Emilio Lozano.

En eso trabajan en GAAT, en ayudar con la implementación de soluciones que lleven a empleadores de distinta índole a ver a una persona trans como una opción de empleado eficaz, sin importar su identidad de género, pero disponiendo lo necesario para que no pase por violencias y discriminaciones. Y, de nuevo, al margen de cifras que lo constaten, en GAAT perciben un éxito en las pocas iniciativas, públicas y privadas, que han contemplado el trabajo incluyente como una vía de contratación de su personal.

Destacan, por ejemplo, la Directiva 005 de 2021 de la Alcaldía de Bogotá, en la que se ordena que todas las dependencias de la administración distrital deben contar con personal trans dentro de sus contratistas. Eso, según los registros de GAAT, ha estimulado que empresas de seguridad, que viven detrás de las licitaciones de la Alcaldía, hayan empleado a hombres y mujeres trans como vigilantes por el mero interés de ganarse la contratación. Por otro lado, empresas como Adidas, que obedecen parámetros corporativos internacionales por su naturaleza de franquicia multinacional, se interesan en la creación de políticas internas como una recientemente creada por ellos llamada “trabajo sin etiquetas”. En ambos casos GAAT ha estado dando su asesoría para que la vinculación de población trans se haga como debe ser.

Si es o no una buena señal de que esas iniciativas funcionan, lo cierto es que una semana después de dar su testimonio para este reportaje y tras seis años sin encontrar empleo, Enrique Ramírez por fin consiguió un trabajo, dejando claro desde un inicio el tema de su identidad, pero sin que eso sea la cualidad principal para su contratación, sino sus capacidades para el empleo. Comenzó a trabajar como vendedor en una tienda de Adidas en Medellín. 

“Todo esto que yo he hecho es para gozar del privilegio de ser un hombre que pase inadvertido. No tengo que ir por la vida con un cartel que diga que soy hombre trans”, dice Enrique casi como un lema de vida.  Uno que rima muy bien con las banderas de cientos, miles de hombres trans que buscan trabajo en Colombia en medio de una marea de desconocimientos y discriminaciones. Todo está por hacerse en materia de equidad de derechos humanos para la población trans en Colombia. Y son muchas las cosas, innecesarias todas, que deben pasar para que un hombre trans trabaje como lo hace cualquier otra persona del común. “Esa es la paradoja. Que algo tan elemental como un trabajo nos sea negado de tantas maneras. Y que nosotros tengamos que hacer el triple de esfuerzo que cualquier otro ciudadano para acceder a un sistema laboral que, de por sí, está precarizado”, sentencia Jhonnatan Espinosa.

 

 

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