Las recicladoras de oficio y su lucha por el derecho a acceder a la basura

Las mujeres son el 42 % de la población recicladora en Bogotá. Su papel ha sido indispensable en los procesos organizativos que han llevado al gremio a victorias claves para mantenerse como prestadores del servicio público de aprovechamiento. Más allá de su activismo, desde su labor –a veces poco valorada– contribuyen a enfrentar la crisis climática. Contamos la historia de tres recicladoras, que son en realidad el rostro de miles, a quienes rendimos homenaje.

Fecha: 2022-11-02

Por: Elizabeth Otálvaro

FOTOGRAFÍAS: PAULA THOMAS

Las recicladoras de oficio y su lucha por el derecho a acceder a la basura

Las mujeres son el 42 % de la población recicladora en Bogotá. Su papel ha sido indispensable en los procesos organizativos que han llevado al gremio a victorias claves para mantenerse como prestadores del servicio público de aprovechamiento. Más allá de su activismo, desde su labor –a veces poco valorada– contribuyen a enfrentar la crisis climática. Contamos la historia de tres recicladoras, que son en realidad el rostro de miles, a quienes rendimos homenaje.

Fecha: 2022-11-02

Por: ELIZABETH OTÁLVARO

FOTOGRAFÍAS: PAULA THOMAS

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En Bogotá, al menos 24.310 personas se dedican al reciclaje como forma de trabajo, según datos del Registro Único de Recicladores de Oficio (RURO). Ese número representa casi la mitad del total del país, aunque se trata de un estimado y, probablemente, de un subregistro, dadas las dificultades que supone la informalidad para completar este conteo. Hace una década eran casi invisibles a pesar de ejercer un rol sin el cual la vida sería insostenible en medio de una sociedad de consumo desmedido. Hoy todavía son “invisibles” para algunos y “despreciados” por otros, como dice Sandra Ortiz, una de las recicladoras que conocerán más adelante.

Las mujeres que aquí retratamos hablan de un oficio que ejercen por herencia y convicción. Un oficio que lleva el peso del estigma que trae consigo recorrer las calles, escarbar entre las bolsas de basura y sortear las noches –el mejor momento para recuperar el material sin perturbar a nadie–. También defienden las victorias conseguidas, desde abajo y a pulso, por un movimiento organizado que se enfrenta a un modelo de gestión de residuos en el que se sigue privilegiando a los grandes capitales privados al momento de competir por la prestación del servicio de aprovechamiento.

“El trabajo de la población recicladora puede entenderse como un servicio ambiental de naturaleza pública, cuyos beneficios se distri­buyen en toda la sociedad indistintamente”, dice el informe ‘La formalización de la población recicladora en Colombia como prestadora del servicio público de reciclaje’, publicado por WIEGO (Mujeres en Empleo Informal: Globalizando y Organizando, por sus siglas en inglés). Este documento detalla el largo camino recorrido por esta población en el país, especialmente en la capital, para proteger el “derecho a acceder a la basura” y ser reconocida como prestadores de un servicio público fundamental. Esa trayectoria los ha llevado a convertirse en un referente organizativo y cooperativo en América Latina. 

En Colombia son varias las órdenes que ha emitido la Corte Constitucional a favor de la población recicladora. Una de las más importantes se dio en 2003, cuando en respuesta a una tutela interpuesta por la Asociación de Recicladores de Bogotá (ARB) se buscaba exigir el derecho a la igualdad de las organizaciones de recicladores de oficio para poder participar en la prestación de los servicios públicos domiciliarios. Esto es, hacer que la competencia de ‘David contra Goliat’ (grandes empresas privadas versus recicladores de oficio) no partiera del supuesto de la igualdad de condiciones, sino reconociendo las disparidades y, a partir de acciones afirmativas –ventajas para los segundos–, considerar el contexto de vulnerabilidad y pobreza de quienes se dedican al reciclaje. Luego, se sumaron una serie de normas y disposiciones a manera de blindaje para esta población, para reconocer su papel en la cadena de valor del reciclaje y, de paso, hacerla visible. 

En la lista de grandes logros conseguidos por el sector reciclador está que por una tonelada de material registrada en el Sistema Único de Información (SUI), se paguen 100.000 pesos, de los cuales el 70 % va a las manos del reciclador, y el 30 % se debe destinar al fortalecimiento de las organizaciones. Sin embargo, esto sigue siendo insuficiente. “Hagamos el cálculo: una tonelada son alrededor de 40.000 botellas PET, ¿a qué hora se recogen? El pago sigue siendo injusto”, así lo explica Andrés Padilla, cofundador de Ecoworks, una organización que lleva 12 años trabajando por la dignificación del oficio del reciclaje.

Aún hoy persisten zonas grises en el marco normativo, un motivo de sobra para la asociatividad y la protesta de la población recicladora. Por ejemplo, por cuenta del Decreto 596 de 2016 del Ministerio de Vivienda, en donde se establecen los requisitos exigidos a las personas pre­stadoras del servicio público de aprovechamiento y la ruta de formalización, muchos de los recicladores de oficio viven con la zozobra de que algún día tanto papeleo, tanta traba, tanto requisito, les impida recibir la tarifa que, legalmente, ya les corresponde.

“Aunque hemos avanzado mucho en reconocer los derechos de los recicladores, es un modelo que tiene muchos vacíos. […] Muchos privados se han aprovechado de cosas que fueron diseñadas para los recicladores. Tiene que haber un mayor control, pero también un mayor reconocimiento económico para que pensemos en avanzar hacia hacia una economía circular [un modelo de economía que piense en la recirculación de los materiales] con recicladores”, dice Andrés Padilla. 

Desde su experiencia como activista ambiental y, sobre todo, como acompañante de la población recicladora, insiste en que están ejerciendo su labor de manera inequitativa: “Recordemos que lo están haciendo sin la capacidad que puede tener un prestador de aseo como LIME o como Promo Ambiental [empresas privadas prestadoras de recolección de residuos]. Por ejemplo, estas últimas ganaron, en la administración de Enrique Peñalosa, una licitación por cerca de 5 billones de pesos. Entonces, la norma no está considerando los diferentes contextos y las acciones afirmativas que señala la Corte, que ojalá sí se conviertan en oportunidades reales para los recicladores”, señala.

Detrás de esta carrera desigual –el asunto más urgente por resolver hoy en el gremio– están los rostros de las lideresas, quienes sostienen, no solo lo alcanzado hasta ahora, sino también sus propias vidas, las de sus familias, las de sus comunidades y la del planeta. 

Su trabajo es incansable y valioso. Por eso, este texto busca ser un homenaje a tres de ellas y los colectivos a los que pertenecen.

“Nacimos para enseñar a clasificar la basura”

 Graciela, Loma Verde, Suba

Una casa esquinera de tres pisos a medio terminar se levanta en las montañas del barrio Hunza, en la localidad de Suba, con un letrero enfrente a manera de advertencia: “No es maleza son plantas de las que aún no sabemos sus propiedades”. Es la casa del colectivo Loma Verde, que desde hace 22 años reúne a mujeres recicladoras de este rincón del noroccidente de Bogotá. Todas mujeres adultas; todas comprometidas con el cuidado entre sí, con el cuidado de su barrio y el de la naturaleza.

Graciela Quintero, de 65 años y sin hijos, es una de las lideresas. Vive allí hace casi 40 años, desde que junto a vecinos y al padre Saturnino –heredero de la Teología de la Liberación– fundaron y construyeron cada cuadra del barrio. Mientras camina sus calles, señala con su mirada y con orgullo la escuela, el jardín, el parque, la cancha; y recuerda que todo fue producto del trabajo comunitario y colectivo. “Todos en este barrio crecimos en la línea de la educación popular de Paulo Freire [reconocido pedagogo brasileño]. La línea del trabajo comunitario: ese es nuestro mayor valor. Y como él decía: ‘el barrio es para vivir, no para ir a dormir’”.

Se dedicaba a la modistería, pero en sus tiempos libres siempre se ocupaba de las labores del cuidado comunitario. Después llegó el reciclaje como una opción de empleo. Eso fue en el 2001, tras un proceso de capacitación en distintos oficios que recibió junto a 19 vecinas más, producto de un boom de organizaciones sociales en barrios de las laderas de la ciudad.

“El haber metido la mano a las bolsas de la basura me hizo ser consciente de la importancia del cuidado de la naturaleza; eso y el apoyo de tantas mujeres y organizaciones”, dice Graciela mientras se mueve entre la albahaca, la caléndula, el perejil, el romero y otras plantas que componen la huerta del tercer piso de la casa. En ese lugar todos los miércoles también realizan el proceso de clasificación del material de reciclaje recogido por las 12 asociadas que aún permanecen en Loma Verde. Esta fase del proceso —tan solo una de varias de la cadena— la hacen con el apoyo de estudiantes universitarios, o de alguno de los dos únicos hombres que han dejado entrar a este “matriarcado de recicladoras”, como a veces son identificadas.

Su trabajo no siempre ha sido bien recibido y han sentido el peso del estigma. Lo sintieron, incluso, al momento de clasificar el material en la intimidad de sus casas. “Nos sacaban de todos lados porque el reciclaje está mal visto, ¡es basura para la gente! A las que vivían en arriendo los dueños las echaban, y lo mismo a las que teníamos nuestra casa propia y vivíamos con nuestra familia, nos decían: ‘Váyase con su basura a otro lado’”, recuerda. Aún así había en ellas una convicción que crecería con el tiempo. Nombrarse “recicladoras de oficio” se convertiría en la forma de recordar que están allí no como última opción ni a pesar de la poca rentabilidad o de los embates de la calle.

Cuadros de excel, jornadas de formación ambiental, estados financieros, redacción de estatutos. Todo esto comenzó a hacer parte de la cotidianidad de esta asociación de mujeres recicladoras cuando emprendieron en 2007 la ruta de la formalización y obtención de su personería jurídica, gracias al apoyo de organizaciones como ENDA (Environment and Development Action, por sus siglas en inglés). Así, empresas, conjuntos residenciales, escuelas y universidades pudieron contratar sus servicios y con ello materializar sus objetivos: impulsar la educación ambiental, la economía solidaria con perspectiva de género y la participación política y ciudadana.

“Yo soy ecofeminista”, dice Graciela cuando le pregunto si ha escuchado ese término. “Lo soy porque soy consciente de que así como el planeta, las mujeres hemos sufrido muchas violencias”, como las que experimentó en carne propia en el gremio.

Tiene muy claras las razones que la impulsaron a asociarse exclusivamente con mujeres: “Hice parte por más de 10 años de una organización mixta. Eso fue terrible. A nosotras nos dejaban de secretarias o del comité para los bazares […] Pero apenas íbamos a lanzarnos como representantes legales, tesoreras, no nos dejaban. Incluso a las mujeres que sabían conducir camiones tampoco las dejaban; que no, que porque éramos muy desjuiciadas, según ellos. Que se quedan varadas, que se dejan robar el material…”.

Cuando se supo que fundarían una organización únicamente de mujeres también les auguraron que pelearían entre ellas. “Es mentira. Hay mucha solidaridad entre nosotras, porque sabemos qué le está pasando a la otra. Sabemos lo que significa dejar un almuerzo listo en la madrugada, uniformes, corra pa’ allí, trabaje, vuelva, todo… Son situaciones que nos hacen ser conscientes de las responsabilidades que tiene la otra. Y por eso repartimos las ganancias de forma equitativa así una de nosotras trabaje más […]. Si todas ganamos 50 pesos, todas tenemos 50 pesos”, explica.

Graciela es bastante consciente del panorama devastador en materia ambiental. “Esa es la consecuencia de un sistema económico capitalista, donde la naturaleza es vista como un objeto, no como un sujeto de derechos”, dice. Graciela y sus compañeras están convencidas de este asunto. Ella recuerda cómo diez años atrás la cervecería Bavaria les ofreció una bodega a cambio de salir en fotos que dieran cuenta de la labor social de la empresa. Se negaron. “Bavaria nos ofreció eso de mujeres emprendedoras, no sé qué… Les dijimos: ‘Nosotros no recibimos esta plata porque ha sido obtenida bajo la tala de árboles, porque ustedes se están apropiando de toda una reserva para hacer una de sus plantas’”.

Los proyectos de la asociación están comprometidos con la defensa de la vida y del ambiente y hay uno en particular, el de educación ambiental, que Graciela resalta: “Nuestra misión en esta vida que es que todo el mundo aprenda a separar material, para eso fuimos creadas, para que la gente separe el material correctamente y que se maneje mucho la palabra ‘corresponsabilidad’. Usted es responsable de todos los residuos que produce y por eso la tarea es de dos”, remarca.

“Yo no soy la patrona de nadie. En el reciclaje todos somos iguales”

Ana Isabel, Asodig, Bosa

Un día un ‘chino’ me bajó del camión un bulto de cobre, que es lo más valioso en materiales. Yo me bajé del carro y me enfrenté a ese ‘chino’ hijuemadre que tenía un puñal. Eso fue por allá en Madrid [Cundinamarca]. Pero no, no, yo no me iba a dejar bajar el material…”. El relato es de Ana Isabel Martínez. Dice que fue lo más grave que le ha ocurrido mientras ha sido conductora de camiones de reciclaje. Si pudiera elegir, no se bajaría del volante.

Desde que tiene memoria se ha dedicado al reciclaje. El oficio lo aprendió con su papá, siendo una niña. Pero fue cuando él “abandonó” a su mamá, a sus 14 años, que sintió la libertad de hacer lo que siempre quiso: conducir. Ahora, a sus 58 y después de un largo camino en el que “ha hecho de todo” —lo repite con insistencia, como si quisiera que nadie lo dudara—, su principal rol es representar a la Asociación de Mujeres el Reciclaje una Opción Digna. Anda de reunión en reunión y, además, supervisa que todos los procesos salgan bien, especialmente en la bodega de dos pisos que construyeron entre las callecitas estrechas de la localidad de Bosa. “A pesar de que hoy soy una líder, yo sé qué es escarbar en una bolsa, yo sé qué es escarbar en una caneca”, dice Ana Isabel.

Este es un barrio construido tras el desplazamiento urbano de finales del siglo pasado, producto del crecimiento acelerado de la ciudad y la construcción de su infraestructura. Venían de la zona industrial que se levantaba entre la Calle 6ta, mejor conocida como Avenida Comuneros, y su cruce, más o menos, con la Carrera 42. Llegaron hace 39 años a este rincón del sur de Bogotá que bautizaron “Villa de los comuneros”. En aquel momento, al alzar la vista solo se veían cultivos de cebada y calles destapadas.

“Como casi todos éramos recicladores ya no podíamos dedicarnos a eso: nos quedaba la zona industrial demasiado lejos, para nosotros esto era un pueblo. Solo había como dos personas que tenían zorra de caballo [uno de los tradicionales vehículos de reciclaje que hoy han sido sustituidos, al menos en Bogotá] y pues ellos sí seguían trayendo su material… Al resto de señoras les tocó conseguir trabajo en casas de familia, con el agravante que dejaban a los niños solos en la casa”, recuerda Ana Isabel. Tenía apenas 19 años y en su afán de servir a sus vecinas, junto a otras cuatro mujeres jóvenes, se dedicaron a cuidar de los niños. Sin calcular que la solidaridad se convertiría en su oficio, empezó a recibir los apoyos necesarios para darle forma a Piolín, el primer jardín infantil del barrio.

Diez años después, una de las ONG respaldó el trabajo de cuidado liderado por Ana Isabel y les propuso pensar en una estrategia económica para su sostenimiento. “Como lo único que sabíamos hacer era reciclar, pensamos que por ahí era.  Empezamos a rotar el chisme en el barrio: ‘Venga, ¿quiere venir a una reunión? Vamos a hacer un proyecto económico’”. Llegaron 26 mujeres a las reuniones y comenzaron a planear qué podían hacer. Ese proceso duró como seis meses.

“Éramos solo mujeres y por eso le pusimos: Asociación de Mujeres el Reciclaje una Opción Digna”. Muy rápidamente y gracias a la capacidad de gestión y liderazgo de Ana Isabel, la DIAN, el Ministerio de Minas y el de Educación, se convirtieron en “fuentes” de material para ellas, es decir, se encargaban de recoger los residuos de estas instituciones. Ahorraron hasta que pudieron comprar un primer lote por 600.000 pesos y luego uno más por 800.000. Eso fue hace 29 años. Paso a paso y con momentos donde todo parecía derrumbarse, construyeron un centro de acopio de material, compraron su primera camioneta (una Kia Master con capacidad de 600 kilos), y otros elementos. Toda una empresa que se convirtió en una fuente de posibilidades infinitas para Ana Isabel, para las mujeres que siempre han caminado a su lado y para el barrio que sigue siendo principalmente un barrio de recicladores.

Incluso, este oficio le ha permitido a Ana Isabel visitar países como Guatemala y la India, de la mano de  la Asociación de Recicladores de Bogotá (ARB) a la que ha pertenecido desde hace unos 15 años. También le agradece al reciclaje la educación de sus hijos, la construcción de su casa y la creación de empleo. Pero ninguno de estos logros se compara con el de construir la casa de su hija. “Ella es lesbiana, y en este barrio las mataban por eso, por eso yo no quería que ella viviera en arriendo sino que tuviera su lugar seguro”, dice.

No todo ha sido alegría. En los recuerdos de Ana Isabel hay uno importante entre amargo y dulce. En algún momento un conocido de la empresa de aseo LIME la contactó con el entonces administrador de Zona Franca, donde las grandes empresas con sede en el país tienen centros de almacenamiento y distribución. Presentó, junto a otras personas que habían trabajando con ella, un proyecto que durante 8 años creció a tal punto que sacaban por semana 40 toneladas de cartón y hasta montaron una carpintería. “Estando allí, mejoramos nuestras viviendas, porque todos antes vivíamos en ranchos, compramos nuestros electrodomésticos, o sea, la calidad de vida al menos mejoró al 100 %”, cuenta Ana Isabel. “Pero en el 2008 llegó Tomás Uribe, el hijo del expresidente Álvaro Uribe. Montó un proyecto y nos sacó de allá. Casi 39 familias nos quedamos sin empleo”, recuerda.

Mientras caminamos hacia la bodega donde clasifican las toneladas de material que recoge Asodig, Miguel, el hombre con quien Ana sostiene una relación sentimental y suele encargarse del acarreo del material la saluda: “Buenos días patrona”, y sigue su camino. Nos reímos porque Ana ya nos había contado de su noviazgo. Luego aclara: “No, pero que quede claro que yo no soy la patrona de nadie acá. En el reciclaje todos somos iguales, simplemente ejercemos diferentes roles”.

“No somos drogadictos, somos personas luchando por sacar adelante nuestra familia con algo tan mal visto como el reciclaje”

Sandra Ortiz, Centro y Chapinero

Es viernes y Sandra Ortiz, de 45 años, está sentada en el parque Tercer Milenio del centro de Bogotá vendiendo sus “corotos” en el mercado de pulgas. Se trata de juguetes, ropa, utensilios, muebles y demás cosas útiles y “en buen estado” rescatadas después de los recorridos por las calles que entre lunes y jueves hace junto a su tío, de quien heredó el oficio de reciclar.

“Uno va en busca de material, pero encuentra corotos, que es el tesoro más preciado. Porque bueno, acá se puede uno hacer el adicional, como ‘el dominguito’”. Se refiere al ‘dominguito’ como a la ganancia extra que logra. Entre semana y con la venta del reciclaje que recoge a veces tiene buenos días, donde puede hacerse 35 mil, otros, si acaso, 10 mil.

Sandra lleva 27 años dedicada al reciclaje, actividad a la que llegó porque supo que la Asociación de Recicladores de Bogotá (ARB) tenía un jardín infantil donde a cambio de su trabajo cuidaban de sus hijos. Como a sus 20 años ya tenía cuatro. Allí encontró una manera de cubrir los gastos como cabeza de su hogar.

“Nohora Padilla, que era la representante legal de la Asociación de Recicladores de Bogotá (ARB) me acomodó los horarios para que yo pudiera terminar el bachillerato y luego estudiar enfermería”, dice al recordar y agradecer su paso por la ARB, que no solo le enseñó cómo hacer mejor su oficio, sino que le dio el respaldo que no había recibido antes de alguien más. “Pero la enfermería no me gustó, porque en Colombia una de las cosas más terribles es todo el sistema médico. No es una cosa humanitaria, sino es una cosa económica. Entonces, me gustó más ser recicladora, ser profesional en el oficio, hacerme líder, capacitar gente. Yo pienso que ayudando a otras personas a reciclar salvo más el mundo que poniendo una inyección”, señala.

Allí también aprendió el poder de la organización social. “La victoria más importante para mí fue la que se ganó en la Corte Constitucional, donde dice que nosotros tenemos derechos a ser prestadores de un servicio público de aseo. […] Para mí eso ha significado ver futuro para mucha gente. Obviamente, eso todos los días de la vida se ve amenazado por muchas cosas, pero hasta el momento es una forma de ratificar nuestro derecho a acceder a la basura”, dice, al referirse a la Sentencia T-724 de 2003, el primer hito en el respaldo a la población recicladora. “Ya no somos invisibles. La gente se dio cuenta que no somos drogadictos, somos personas luchando por sacar adelante nuestra familia con algo tan mal visto como el reciclaje”, agrega.

Sandra planea viajar a España, donde está uno de sus hijos y buscar allí una mejor suerte. Por ahora prefiere trabajar como independiente aunque valora el trabajo colectivo. Los avances en el sistema general de aprovechamiento, en el que participan las organizaciones de recicladores de oficio, implican unos compromisos que ella no puede asumir en este momento, así que prefiere permanecer al margen.

“Igual he reciclado en todas las formas habidas y por haber, y en todos los sitios. He estado en shuts de conjuntos, en shuts de oficinas, he trabajado en calle, he trabajado paqueando y al hombro, he trabajado en carro, he trabajado en zorra de caballos…”, recuerda Sandra.

Lo que más disfruta ahora con toda esa experiencia acumulada es cuando “doy charlas, sensibilizaciones. Cuando hago capacitaciones a mucha gente”. Se siente orgullosa, por ejemplo, de su participación en la campaña #ParaLaBotella, una estrategia para llenar botellas de plástico y luego transformarlas en un tipo de madera con la que es posible construir mobiliario. Andrés Padilla, cofundador de Ecoworks, la invitó a participar de esta iniciativa junto a organizaciones como ARB y Gaiarec.

Para Sandra lo que ha logrado el movimiento de recicladores ha sido una forma de “tener la palabra” en una sociedad donde cada vez más el cuidado del planeta es una urgencia que exige la participación colectiva en el cometido de detener la crisis ambiental: “Todo el mundo sabía qué es reciclar, pero nadie sabía ni quiénes lo hacían, ni cómo lo hacían. Daban por sentado que al botar la basura mágicamente el material se reciclaba. Ahora no, salimos del anonimato”.