Lo que he aprendido ayudando a morir a otros

¿En qué se parece la lucha feminista a la defensa de la dignidad al momento de morir? Camila Jaramillo responde a esta pregunta al contarnos los aprendizajes que le han dejado dos años en el trabajo de ayudar a acceder a la eutanasia a otras personas. Ella es abogada y activista por los derechos humanos, en especial, por el que nos asiste en Colombia de la libertad de elegir cómo queremos morir.

Fecha: 2020-09-15

Por: Camila Jaramillo Salazar

Lo que he aprendido ayudando a morir a otros

¿En qué se parece la lucha feminista a la defensa de la dignidad al momento de morir? Camila Jaramillo responde a esta pregunta al contarnos los aprendizajes que le han dejado dos años en el trabajo de ayudar a acceder a la eutanasia a otras personas. Ella es abogada y activista por los derechos humanos, en especial, por el que nos asiste en Colombia de la libertad de elegir cómo queremos morir.

Por: CAMILA JARAMILLO SALAZAR

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Una vez pensé que quería dejar de vivir. Lo pensé cuando atravesaba mi propio duelo. Estaba enterrando una parte de mí y pensé que lo mejor era enterrarme toda porque no quería habitar más mi cuerpo. Me causaba mucho dolor saber que no podía cambiarlo o quitármelo como cuando uno se cambia la ropa sucia. Quería desaparecerlo y creía que la única manera de acabar con esa desconexión era no vivir más. Mi cuerpo había sido violentado por otra persona. Esa otra persona lo reclamó como propio ─quién sabe por cuánto tiempo─ y se hicieron sobre él cosas que yo no quería y que terminaron definiendo quién soy. En ese momento entendí la muerte como una decisión liberadora. Decidir sobre mi muerte era retomar la agencia sobre mi vida a través del cuerpo.

Ese año partió mi vida en dos. Al aceptar que otra persona había abusado sexualmente de mí y comenzar a sanar la relación con mi pasado, las decisiones sobre mi cuerpo se volvieron más relevantes. Verbalicé que nunca más nadie iba a disponer de mi cuerpo y mi vida sin mi consentimiento.

Por eso creo que el día en el que me embarqué en #TomaElControl, un proyecto para ejercer el derecho a morir dignamente, me pareció natural hacerlo. Ayudar a la gente a morir en sus propios términos resignificó mi cuerpo abusado. Saber que otras personas han podido tomar decisiones conscientes sobre sus cuerpos y sus vidas ha ayudado a seguir sanando mi vida como mujer.

Ese camino ha traído varios aprendizajes.

Comienzo por haber entendido que no hay un deber absoluto de vivir la vida. Crecí con la construcción religiosa de la vida como un valor sagrado. La vida siempre tiene que ser vivida porque es un regalo de Dios y, en ese sentido, siempre hay que desear estar vivos con todo lo que eso implica. No tengo que ir muy lejos para identificar esa postura. El día que hablé con mi abuela de 96 años sobre la eutanasia fue muy clara en decirme que Dios decidiría el día de su muerte. La eutanasia para ella no es una opción y está bien.

Pero, aunque la vida es valiosa, vivir no es siempre deseable, sobre todo en situaciones extremas cuando se padece una enfermedad terminal y se siente dolor. Juan* fue la persona que me enseñó eso aunque nunca lo conocí. No lo vi en fotos, ni antes ni después del cáncer que tenía en la lengua. Nunca escuché su voz. Él y su esposo ─a quien tampoco conocí─ nos escribían mensajes por Whatsapp porque Juan no podía hablar. Ambos estaban alineados con la idea de que lo mejor para él era acceder a la eutanasia, es decir, la ayuda efectiva para morir por parte de un profesional de la medicina. Durante dos años había sido sometido a quimioterapias y radioterapias con algún efecto positivo pero el cáncer había vuelto. Para ese momento no podía abrir la boca, no podía hablar, solo podía comer alimentos líquidos, sufría de dolores de cabeza e insomnio. En esas condiciones, él trazó el límite de su propio dolor y dignidad.

Ahora, aunque consideremos que nuestra vida ha dejado de ser digna, pensar en la posibilidad de no querer seguir viviendo nos enfrenta inequívocamente a la idea de la muerte. Cuestionarnos sobre la muerte sigue siendo doloroso e incómodo, pues además de generar incertidumbre, nos recuerda la realidad de no tener el control sobre el fin de la vida. Nos recuerda también el apego al único mundo en el que hemos vivido y la angustia de no volver a pertenecer a lo que conocemos. Por eso, entre otras cosas, sigo confirmando que no es normal hablar de la muerte y que sigue siendo un tema que daña conversaciones.

A pesar de que no hemos normalizado esa conversación, por experiencia propia sé que tomar decisiones sobre el fin de la vida requiere de comparar y hablar y preguntar. En mi caso, las luchas feministas sobre la interrupción voluntaria del embarazo (IVE) tuvieron un gran impacto porque definieron un compás sobre la idea que tengo de autonomía y libertad. Al identificarme como mujer feminista entiendo cualquier decisión sobre mi cuerpo como una que nace del conocimiento de mis derechos; una decisión reflexiva, consciente y tranquila que puede cambiar conforme la vida pasa. Desde esa base parten mis conversaciones e interrogantes sobre el derecho a morir dignamente, específicamente, lo referente a la eutanasia.

Investigar y preguntar pero especialmente comunicarse es fundamental porque aprendí que una muerte digna, a pesar de requerir legalmente el consentimiento de una sola persona, necesita la voluntad de muchos. Pienso, por ejemplo, en María* diagnosticada con Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), una enfermedad que afecta las neuronas motoras del cerebro las cuales dejan de enviar mensajes a los músculos. De manera progresiva las personas que padecen ELA comienzan a sentir calambres, pierden fuerza y los músculos se paralizan hasta que no pueden moverse. Sus hijas son quienes están al pie del cañón insistiendo para que la voluntad de eutanasia de su mamá sea respetada por los médicos y la EPS. Son las hijas con quienes conversamos y sin el apoyo y la búsqueda de ellas, probablemente María no estaría en un proceso legal para reclamar su derecho a morir dignamente a través de la eutanasia.

En esa misma línea, en la conversación de Mutante #HablemosDeLaMuerte he podido leer más casos que confirman por qué, como lo definió mi hermana, una decisión anticipada es una decisión de amor y respeto hacia la familia. Hacer explícitos los deseos antes de un procedimiento médico facilita el rol de los familiares cuando hay complicaciones y se requiere la decisión de una intubación o reanimación. Por eso, a propósito del COVID-19, en mi familia hemos decidido diligenciar y firmar un Documento de Voluntad Anticipada (DVA) con las decisiones sobre los procedimientos que no queremos recibir. El DVA se suscribe para prever la imposibilidad de manifestar la voluntad en caso de que en el futuro no se tenga la capacidad, por ejemplo, a causa de un accidente o una enfermedad. Este DVA para el COVID-19, aparte de incluir el acceso a los cuidados paliativos y la eutanasia, incluye la decisión de recibir o no hospitalización en UCI, el uso de ventilación mecánica y la reanimación cardiopulmonar.

El día que diligencié el DVA, mi mamá y yo tuvimos una conversación interesante sobre la reanimación. El hecho de que yo hable de muerte digna todas las semanas y mi mamá trabaje en clínicas y hospitales, no significa que estemos de acuerdo siempre con lo que pensamos sobre la muerte. Hasta ese momento teníamos claro el tema de la eutanasia pero nunca nos habíamos expuesto a tomar decisiones específicas sobre un virus. Además, hablar de la posibilidad de morir sigue siendo incómodo en mi casa, sobre todo cuando se trata de la muerte de mi hermana y yo.

La reanimación no es negociable para mí y para ella, al haber marcado No en la casilla, me estaba condenando a la muerte por coronavirus. Fue un pequeño drama esa noche porque en lo que he percibido, el miedo a la muerte de un familiar ─especialmente un hijo─ es más fuerte que la muerte propia. Le expliqué mis angustias y razones. Al otro día lo consultó con profesionales de la salud que le dieron más detalles sobre lo que ocurre durante y después de ese procedimiento. Al final entendió mi decisión.

Por eso insisto en que estas no son decisiones que se deban tomar a la ligera.

Estas decisiones requieren información y reflexión. ¿Cómo quisiera morir? ¿La eutanasia está alineada con mis valores y deseos? ¿Quisiera tener esta opción en el futuro? Son decisiones que requieren también conversaciones con varias personas. ¿Qué piensa mi familia sobre la eutanasia? ¿Quiénes podrían ayudarme a decidir y a comunicar mis deseos cuando sea necesario? También se deben evaluar cada cierto tiempo dependiendo del contexto. ¿Estoy enfermo? ¿Qué dice el profesional de la salud que me está tratando? ¿Se aproxima una cirugía o procedimiento? ¿Quiero una reanimación cardiopulmonar?

Desafortunadamente, estas preguntas no se las hacen la mayoría de familias. Uno de los grandes aprendizajes ha sido el rampante desconocimiento que existe sobre este derecho, sumado a que el acceso al universo del derecho a morir dignamente no es el mismo para todos. Se evidencia especialmente en los casos de pacientes que solicitan la eutanasia o requieren de cuidados paliativos. En el caso de los cuidados paliativos es reiterativo por parte de quienes trabajan el tema lo mucho que se debe avanzar. Al ser una práctica relativamente nueva en Colombia, no todos los profesionales de la salud tienen claro en qué consisten y tampoco está completa la infraestructura para prestarlos a todos los pacientes con enfermedades graves y crónicas. La suerte con la que corra el paciente depende de los médicos, la EPS y la IPS en la que se encuentre.

Para el procedimiento de eutanasia ocurre de manera similar. Quien tiene acceso a una IPS de mediana o alta complejidad y está afiliado a una EPS con un protocolo claro para tramitar las solicitudes de eutanasia, tendrá un proceso más fácil que quien se encuentra en un corregimiento con un solo puesto de salud y tiene que viajar a la cabecera municipal más cercana para tramitar la solicitud. Además, es de conocimiento general que personas en situaciones socioeconómicas privilegiadas pagan para morir sin tramitar las solicitudes ante la EPS. El mismo caso ocurre con las IVE. Al final es un derecho que sigue evidenciando la desigualdad.

Los avances que debemos dar no deben ser solo desde el ámbito institucional, sino desde lo personal y familiar. Quienes buscamos que se conozca esta información y se respete el cuerpo y la vida de las personas enfermas, no queremos obligar a nadie a tomar cierta decisión. Lo que buscamos es una decisión autónoma y libre que se alinee con los valores y deseos de cada quien. Pero esa es una decisión que nace de una reflexión en la casa y que no tiene por qué llegar en la vejez ni en la enfermedad.

Para mí ha sido liberador y sanador poder retomar el poder sobre mi cuerpo decidiendo qué quiero para mi vida y mi muerte. Reflexionemos, entonces, sobre por qué le tenemos miedo a la muerte y qué creencias tenemos sobre el fin de la vida. Evaluemos qué consideramos valioso en nuestras vidas, qué nos hace felices y por qué vale la pena vivir y, mientras tanto, hablemos. Hay que verbalizarlo aunque sea incómodo y frustrante y triste. Yo preferí dañar varios almuerzos para poder saber qué pensaba mi familia sobre esto. Y voy por la vida dañando almuerzos para saber qué piensan los otros sobre la muerte. Mi invitación, entonces, es a que se incomoden, conozcan qué piensan su familia y amigos sobre la muerte y dañen la próxima conversación que tengan en la mesa del comedor.