Persistentemente solos, tristes y sin brújula: ese problema llamado depresión

La precaria educación emocional con la que hemos crecido y un modelo de salud mental enfocado en los centros psiquiátricos y en la individualidad han eclipsado la atención comunitaria de nuestros malestares psíquicos. Cuando cerca de mil millones de personas en el mundo viven con algún trastorno mental, ¿qué hacer para que la respuesta abarque la mayor cantidad de aristas de la vida, no exclusivamente la sanitaria?

 

#HablemosDeLaDepresión

Fecha: 2022-11-23

Por: Karen Parrado Beltrán

Persistentemente solos, tristes y sin brújula: ese problema llamado depresión

La precaria educación emocional con la que hemos crecido y un modelo de salud mental enfocado en los centros psiquiátricos y en la individualidad han eclipsado la atención comunitaria de nuestros malestares psíquicos. Cuando cerca de mil millones de personas en el mundo viven con algún trastorno mental, ¿qué hacer para que la respuesta abarque la mayor cantidad de aristas de la vida, no exclusivamente la sanitaria?

 

#HablemosDeLaDepresión

Fecha: 2022-11-23

Por: KAREN PARRADO BELTRÁN

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Luisa* se ha sentido sola. Sola y desorientada. Hace tres meses los signos de que algo está mal con su salud mental volvieron. Le falta el apetito y vive con un deseo de llorar que le dura horas. No sabe bien de dónde ni por qué viene; es como si tuviera un vacío enorme dentro de ella. “Un agujero sin fondo”, dice, intentando encontrar las palabras para describirlo.

No se lo ha contado a casi nadie. Solo a su pareja y a la casilla de un formulario de Google que decía: “Cuéntanos tu historia”. El formulario digital fue diseñado por Comfama y Mutante como una herramienta para indagar los malestares emocionales que están atravesando las personas afiliadas a esta caja de compensación de Antioquia.

“El primer paso que he dado es este”, dice Luisa en la entrevista que tuvimos para profundizar el relato que dejó en aquel formulario. “Realmente me ha costado bastante hacerlo. Solo intenté desahogarme un poquito”, confiesa algo abrumada.

Cuando tenía 13 años, su mente comenzó a alterar su vida drásticamente. “Lo único en lo que pensaba era en autolesionarme para saber si así sentía algo”. A Luisa le cuesta describir qué era lo que la ensombrecía por dentro en esa época, pero recuerda que era constante. Ella cree que era soledad. Es lo que dice ahora, que tiene 23 años, pero no está segura. Ni de eso, ni de lo que siente últimamente.

La misma casilla que llenó ella en el formulario recibió otras 80 respuestas. Relatos con malestares y vivencias reveladoras sobre el grado de soledad, desinformación y sufrimiento en el que las personas están llevando problemas de salud mental, muchos de ellos con síntomas desbordados que afectan sus relaciones interpersonales, trabajos y sus perspectivas de futuro. Uno de esos testimonios fue el de Jonny, de 37 años.

Él y su madre, Stella, de 56, coinciden en que ella está deprimida y que la muerte de su esposo, el padre de Jonny, hace un año y medio, desató en ella una tristeza tan grande que se siente rota y no ha podido volver a juntar sus partes. “He estado en muchas depresiones, contemplando el suicidio. Él [Jonny] porque me ha ayudado mucho, pero a veces me levanto sin ganas de absolutamente de nada”, cuenta Stella.

Las varias veces que ella ha ido a consulta médica general, a través de su EPS, se lo han confirmado. “Fui a una cita y la doctora me dijo que yo estaba maquillando mi depresión con mil cosas, pero que ella sabía que estaba atravesando por cosas muy malucas”, cuenta. Fue una respuesta, pero fue insuficiente. Stella y Jonny insisten en que necesitan ver a un especialista, algo que ha sido imposible hasta ahora.

Y empiezan a sentirse perdidos porque, además, Stella es cuidadora de sus padres, los abuelos de Jonny, dos adultos mayores con enfermedades en etapas crónicas. “Me convertí en la mamá de mi papá y de mi mamá”, dice Stella. Ver por ellos ha sido como un refugio para ella, pero la exigencia emocional que deja el cuidado le preocupa a Jonny.

Lo que saben es que no quieren esperar a que la depresión de Stella desemboque en una acción desesperada, como la del 24 de agosto de este año, cuando Stella tuvo una crisis. Deambuló por el centro de Medellín, batallando con un impulso indescrifrable de entrar a una estación de metro y lanzarse sin contemplaciones. “Fui y pedí ayuda” en urgencias. Recuerda y llora.

No se ve en radiografías

Saber qué es la depresión o cuáles sus síntomas más comunes parece claro para las autoridades mundiales y los profesionales de la salud, pero no para la mayoría de la gente que la vive o la acompaña. De esto también hablan los 81 relatos que conocimos a través del formulario en el que Luisa afirma no saber qué pasa con ella y en el que Jonny dice que no ve salida a todo lo que está viviendo junto a su familia.

La depresión es un trastorno mental frecuente, indica la Organización Panamericana de la Salud (OPS). “Se caracteriza por la presencia persistente de tristeza y una pérdida de interés en actividades que las personas normalmente disfrutan, acompañada de una incapacidad para llevar a cabo las actividades diarias, durante 14 días o más”, explica.

Las personas con depresión no solo padecen pérdida de energía o cambios en su apetito, según la OPS, también tienen problemas de sueño —como dormir más o menos—, concentración reducida, indecisión, inquietud, sentimientos de inutilidad, culpa o desesperanza y pensamientos de automulitación o suicidio.

Laura Ospina, médica psiquiatra de niños y adolescentes, que es profesora asistente del Departamento de Psiquiatría y Salud Mental de la Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá, afirma que identificar un problema de salud mental no es un proceso fácil ni rápido. “Desde el momento en el que una persona siente que empieza a tener un problema hasta que efectivamente consulta a alguien por eso pueden pasar diez años”, dice.

Ospina explica que el diagnóstico es una de las cosas más complejas de lograr en salud mental. “No existe un termómetro de la ansiedad o de la depresión. No se ve en radiografías o resonancias magnéticas”, dice. Así, distinguir cuándo un malestar emocional o mental es normal, esperable, problemático o patológico se convierte en algo multifactorial, sobre lo que convergen muchas dimensiones de la vida de una persona.

Un cubo de Rubik que la literatura especializada llama los determinantes sociales de la salud mental; las circunstancias de la vida. A lo que se suma otra capa de complejidad: los niveles de autosuficiencia de cada persona. ¿Qué me pasa que siento que ya no puedo llevarlo por mi propia cuenta? ¿Qué no estoy haciendo bien?

“Los seres humanos antes de consultarle a alguien seguramente intentamos muchísimas cosas para sentirnos mejor”, apunta Ospina. “Empezamos a cambiar la dieta, a hacer ejercicio o simplemente a tratar de no pensar en eso. Y ya nos lleva otro tiempo preguntarle a alguien si lo que sentimos es normal o no”, agrega la especialista.

La última Encuesta Nacional de Salud Mental de Colombia, publicada en 2015, arroja un elemento que ofrece algunas luces. Las personas colombianas tienen dificultades para reconocer las “emociones negativas”, como las califica la encuesta. Según sus datos, solo el 27,4 % de la población es capaz de reconocer la tristeza; mientras que el 91,5 % puede identificar la emoción de la alegría.

“Ahí ya empezamos a tener problemas”, señala Ospina. Uno de los puntos críticos de esta situación es que la falta de recursos emocionales de las personas para reconocer lo que sienten alimenta este círculo de desatención. Lo que termina por desbordar la salud mental de un porcentaje cada vez más alto de la población.

A esto se suma que en países de ingresos bajos y medios, como Colombia, cerca de un 75 % de las personas que tienen algún problema con su salud mental no recibe ningún tipo de tratamiento, según dijo el Secretario General de las Naciones Unidas Antonio Guterres en octubre de 2020.

Y ya ha dejado de ser un problema aislado. Mil millones de personas en el mundo viven con un trastorno de salud mental común –como la ansiedad y la depresión– o grave  –como la esquizofrenia o el trastorno bipolar–.

En 2017, la cantidad de personas en el mundo que vivían con depresión era 322 millones, según las estimaciones sanitarias mundiales de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la OPS. Casi dos veces la población de Brasil, el país más poblado de América Latina.

El más reciente reporte de la OMS advirtió que el primer año de la pandemia dejó un incremento del 25 % de la ansiedad y la depresión a nivel global. Y el panorama en Colombia no es mucho más alentador. Un informe sobre salud mental publicado por el Dane en 2022 señala que los sentimientos predominantes entre nosotros son preocupación o nerviosismo, cansancio y tristeza.

A Ospina, por su parte, no deja de preocuparle otro aspecto: el estigma. “No podemos pensar que no existe”, dice. Además de la escasa educación emocional que impide a las personas reconocer el problema, está la indolencia social que las rodea. “Nos da muchísimo miedo contarle a alguien que nos estamos sintiendo nerviosos o ansiosos porque inmediatamente pensamos: ‘Van a pensar que estoy loco’. ‘Voy a perder mi trabajo’”.

Buscando respuestas 

Luisa, por ejemplo, tiene miedo. ”No quiero que piensen que estoy loca”, dice. Fue lo que su familia pensó cuando, a los 13, apareció con heridas y moretones en el cuerpo que ella misma se hacía. “Ahorita no me he animado a buscar una ayuda… No sé si me aceptarán en el trabajo”, teme.

Ni ella, ni Natalia, de 27 años, quien también respondió el formulario, han podido consultar su caso con un profesional de salud mental. Luisa porque está asustada y Natalia porque no puede costear una consulta privada, menos ahora que está desempleada.

Natalia ha aprendido de forma autodidacta a reconocer que su malestar es ansiedad. Empieza por una sensación “muy maluca” en el pecho, inapetencia y un torrente de pensamientos. “No soy capaz de pensar en otra cosa que no sea lo que me está preocupando”, relata.

Reconoce que necesita ayuda y está preocupada. “No estoy teniendo las herramientas adecuadas para enfrentar lo que siento”, dice. Recientemente, llamó a su mamá dos veces en una semana sumida en ataques de llanto y lleva dos semanas levantándose con un nudo en el estómago, comiendo poquito, con pensamientos tristes.

Mientras tanto, ya hace tres meses que Stella fue a su EPS en un intento de esquivar los impulsos de acabar con su vida en el metro. Jonny, su hijo, lleva año y medio luchando para encontrar salidas a la depresión que ella vive, que también lo ha afectado emocionalmente a él. Busca más allá del sistema de salud, al que ve como una ayuda incompleta.

Pese a las múltiples crisis que Stella ha vivido en ese tiempo, varias con ideaciones suicidas, sus idas a urgencias han terminado con ella en su casa marcando un número de teléfono. “Paso horas a ver si consigo una cita con psiquiatra y es imposible”, comenta.

Jonny ha comenzado a activar opciones alternativas, menos clínicas. Ha descubierto grupos de apoyo para el duelo, ha buscado apoyo en su caja de compensación, ha oído conferencias, leído revistas, cuanta cosa ha visto. “Para mí, que no me llegue a faltar”, dice antes de que se le corte la voz. “Me aferro a lo que me ayude para ayudarla”.

Un esfuerzo: la salud mental comunitaria

Aunque los países han concentrado sus recursos para atender la salud mental en los centros psiquiátricos, esta no ha sido la solución para frenar la pandemia simultánea de salud mental que hoy vive el mundo, como la catalogó en mayo pasado la directora de la OPS Carissa Etienne.

En promedio los gobiernos invierten solo el 2 % de su presupuesto general de salud en salud mental. De acuerdo al Plan de Acción Integral sobre Salud Mental 2013 – 2030 de la OMS, el gasto mundial anual en salud mental es inferior a dos dólares (10.000 pesos) por persona, e inferior a 0,25 dólares (menos de 2.500 pesos) por persona en países pobres.

El 67 % de esos recursos económicos se asigna a hospitales exclusivamente psiquiátricos, pese a que se asocian a malos resultados sanitarios y violaciones de derechos humanos”, indica el Plan. Y añade: “Con frecuencia, los trastornos mentales hunden a las personas y a las familias en la pobreza”.

Para Aimée DuBois, una psicóloga ecuatoriana especialista en Psicopatología y Salud Mental, y que trabaja como consultora nacional e internacional en temas de salud mental comunitaria, eso es lo que tiene que cambiar. “Si la vida te vuelve loco, la vida te tiene que sanar”, dice parafraseando a Franco Basaglia (1924-1980), un psiquiatra precursor de la desinstitucionalización de la salud mental en Italia a mediados del siglo XX.

Para DuBois y la corriente de la psicología comunitaria —que defiende una atención menos focalizada en las instituciones hospitalarias y más diversificada en los espacios sociales de la gente—, la vida y la interacción con el entorno deben ofrecer opciones y herramientas flexibles que promuevan, prevengan y recuperen la salud mental de las personas.

“Hay que saber que la salud mental comunitaria implica casi que un cambio cultural y eso es bien difícil. Creo que un desafío que tiene es que te implica en primera persona”, apunta. Dar un paso individual para convertirse en un puente para el malestar del otro y abolir la lógica manicomial de ‘estás de ese lado del muro porque estás mal; yo en cambio estoy bien, porque estoy del otro lado’. Esta lógica, según DuBois, también se evidencia en “imponer lo que vos crees que es mejor para otra persona. Se traduce en: tómate estas pastillas y no te pregunto nada o quédate a vivir en este hospital”.

Con esa reflexión en mente cofundó en 2015 Huertomanías en Quito, junto a un grupo de personas que viven con problemas o trastornos mentales, algunos de ellos graves como la esquizofenia.

¿Qué pasaba si un esfuerzo comunitario podía ofrecer recuperación para la depresión, la ansiedad o la esquizofrenia sin ser necesariamente un dispensario de medicamentos psiquiátricos? ¿Qué pasaba si solo eran un espacio seguro para retomar lo que el diagnóstico clínico o los síntomas habían interrumpido, incluso sentenciado a la soledad?

Para entonces, DuBois hacía parte del Ministerio de Salud de Ecuador y quería activar una iniciativa para poner a prueba el Plan Estratégico Nacional de Salud Mental de base comunitaria, que estaban construyendo dentro del gobierno. Organizó varias asambleas con personas interesadas. Lo primero que apareció fue la preocupación por la atención psiquiátrica. “Pero cuando logramos discutir un poco más, llegamos a cosas muy vitales: quisiera trabajar, quisiera tener amigos, una pareja, volver a estudiar… Quisiera un proyecto de vida”, recuerda.

Fue difícil. Para lograr eso necesitaban autonomía económica y muchos de ellos dependían de sus familias o de bonos estatales. Antes de Huertomanías, en las asambleas comunitarias pensaron en hacer un plantón frente a la municipalidad o solicitar pensiones por discapacidad, pero nada de ello era realmente una solución estructural.

Así que aprobaron un huerto urbano, que era lo único en lo que la gran mayoría tenía algo de conocimiento, y desplegaron recursos para convertirlo en un emprendimiento sostenible. No eran un hospital ni un centro de atención psicológica. “En Huertomanías nadie es mi paciente”, aclara DuBois. Tampoco es un centro de caridad para enfermos.

Ella lo resume en dos palabras: derechos humanos. “Ayudas con limosnas, con lo que te sobró, es una cosa bien poco digna mientras que la perspectiva de derechos dice que las personas tienen que acceder a un trabajo”, señala.

Y como dentro de la política ecuatoriana no había intención de implementar este tipo de servicios comunitarios —como el que crearon DuBois y sus compañeros—, tomaron la decisión de distanciarse. Renunció al ministerio. Y la iniciativa desde entonces es de carácter privado.

“Aquí la discusión era: el trabajo no es un servicio de salud”, dice DuBois. “Ya sabemos eso, pero podemos hablar de recuperación. Es como una rigidez de las competencias de los ministerios que no permite la creatividad ni solucionar problemas”, dice.

Somos la mayoría

Los esfuerzos por hacer un viraje de la visión biomédica que hasta ahora nos ha guiado, y que ha puesto gran parte de la responsabilidad de tratamiento y recuperación en los individuos, hacia un enfoque de salud comunitario no son una rareza.

De hecho, es el enfoque que hace parte de la postura oficial de la OMS sobre salud mental. “La OMS recomienda el desarrollo de servicios integrales de salud mental y de asistencia social de base comunitaria”, declara esta autoridad en asuntos de sanidad internacional en el documento que es su hoja de ruta de salud mental hacia 2030.

Sin embargo, aún hay muchos obstáculos que impiden un desarrollo pleno de estas políticas claramente establecidas en el papel. Uno de ellos es la voluntad política de los gobiernos, que temen enfrascarse en un tema tan sensible como la salud mental con reformas alineadas con la desinstitucionalización, o sea, con la atención extramuros o comunitaria. Ese, por supuesto, no es un tema muy popular para asegurar votos.

Mientras en Ecuador Huertomanías opera como un servicio comunitario relacionado con la salud mental —de financiación privada todavía—, en Colombia la doctora Laura Ospina y un equipo de investigación levantaron evidencia sobre la efectividad que tienen las acciones de base comunitaria.

Entre 2019 y 2022, y a partir de 180 bases de datos enfocadas en la población bogotana y tres talleres participativos con actores tomadores de decisiones en salud mental, como ministerios, ong y académicos, Ospina y su equipo modelaron 14 intervenciones en salud mental. Una de las que demostró mayor efectividad para prevenir el suicidio o el consumo de sustancias, por ejemplo, fue el entrenamiento de agentes comunitarios (líderes religiosos, deportivos o sociales, por mencionar algunos).

“En el sistema de salud, en Colombia y en el mundo, no existen los suficientes profesionales de la salud mental para cubrir toda la necesidad. Y ahora con el covid, peor”, señala Ospina. Todo lo que se pueda hacer para intervenir en la comunidad, según la especialista colombiana, va a mostrar un gran efecto. “Porque, efectivamente, las personas que llegan al sistema de salud son la minoría, las que se quedan en comunidad son la mayoría”, subraya.

¿Qué beneficios concretos puede tener que un líder vecinal, un entrenador deportivo o una madre comunitaria tengan herramientas para detectar y orientar problemas de salud mental? ¿Qué ganamos si nuestro entorno está dispuesto y capacitado para ser puente entre nuestros malestares y la atención que necesitan? ¿Y si lo asumimos como un problema colectivo?

“Si les damos a ellos las herramientas para hablar de suicidio, por ejemplo, para identificar los signos de alarma y los problemas mentales, posiblemente vamos a poder llegar a salvar más vidas a un largo plazo. Y esto es más efectivo que si entrenamos a los médicos generales”, asegura Ospina.

DuBois agrega otro elemento. La consciencia acerca de que la salud mental es una discusión que no se puede dejar de tener. “No hay que despistarse”, dice. Hablar sobre nuestros malestares psíquicos, con o sin diagnóstico, hace parte del camino hacia un bienestar que incluya al malestar, que politice lo que sentimos en lugar de evitarlo como si fuera una alergia.

“La nueva moda es estar bien, ¿cierto? Entonces si es que estás mal, tienes que estar bien, no importa por qué estabas mal. La pregunta no es cómo estás, no es que pasó o qué tienes. Es ya basta, rapidito, levanta pelito y haz otra cosa porque tienes que estar bien”, manifiesta la especialista ecuatoriana.

Nos necesitamos

Hablar de salud mental, de aquello que nos atormenta internamente, de lo que nos quita el sueño o no ha hecho olvidar cómo sonreír, es desafiante. Hablar como algo que ponemos en común con otros desafía incluso valores que consideramos que le dan sentido a la vida contemporánea, como la productividad, la autosuficiencia o la felicidad.

Una de las conclusiones es que nos necesitamos colectivamente para detenernos y atender lo que nos rompe por dentro.

Ante la crisis de salud mental por la que atraviesa el mundo, las respuestas ya no pueden eludir el hecho de que las acciones y los actores comunitarios representan una enorme irradiación protectora para la salud mental.

Según la OMS, esa es una de las metas del mundo en salud mental para 2030. Que la cobertura de los servicios para los problemas en este campo aumente al menos a un 50 % y que el 80 % de los países hayan duplicado el número de centros de salud mental de base comunitaria al llegar a la tercera década de este siglo.

Sin duda, que los países tengan políticas públicas orientadas a garantizar atención y recursos sanitarios para nuestros malestares psíquicos continúa siendo indispensable. Lo realmente desafiante de nuestro momento es trabajar para que familiar, educativa y comunitariamente podamos entender y atender la salud mental desde que empezamos a relacionarnos con nuestras emociones, es decir, desde el día uno de nuestras vidas.

“Debemos estar más en comunidad, conectados con las personas de nuestra comunidad y haciendo cosas que tengan sentido para la comunidad. Eso resulta ser súper protectivo”, señala Ospina.

Luisa, Jonny, Stella y Natalia son tan solo algunos rostros de esta realidad. Haber dejado su testimonio en el formulario fue un paso en la secuencia de pasos que han dado, cada uno a su ritmo, para atender los quiebres de su salud mental. Luisa busca las palabras para nombrar lo que vive: “Quiero saber qué me pasa y por qué actúo así”. Jonny y Stella buscan atención para un problema identificado y reconocido. “Se empiezan a agotar las ideas, los recursos y a estrechar el camino”, admite Jonny. Natalia busca algo de certeza en medio de un futuro que advierte lleno de incertidumbre: “Creo que sobre todo es que en este momento no tengo una roca en mi vida, o sea, todo está en el aire, todo son planes”.

Los cuatro hacen parte de una comunidad creada circunstancialmente a través de un formulario de Google. Los cuatro han encontrado en ese espacio virtual una oportunidad para poner en común sus malestares. Al dar ‘enviar’, los cuatro habitan una realidad compartida: viven quiebres similares que, a pesar de todo, parecen destinados a resolver por su cuenta o porque quedarse paralizados puede costarles todo.

 

*Se mantienen solo los nombres, sin apellidos o más detalles por pedido de las fuentes.