"Yo no parí a un hijo para que la policía me lo mate": retratos de las madres de Siloé

Siloé, la ladera occidental de Cali, fue durante el Paro Nacional uno de los escenarios donde ocurrieron más abusos por parte de la Fuerza Pública en todo el país. 16 personas asesinadas y otra suma de violaciones a los derechos humanos dejaron un total de 159 víctimas, así lo registró el Tribunal Popular de Siloé. A dos años de estos hechos violentos, sus madres mantienen viva la memoria de sus hijos. Pese al dolor y las afugias económicas, le gritan al país que no criaron ‘vándalos’ y que en cualquier caso a ninguno tenían por qué asesinarlo. 

Fecha: 2023-05-21

Por: Elizabeth Otálvaro

Ilustración: Laura Hernández

"Yo no parí a un hijo para que la policía me lo mate": retratos de las madres de Siloé

Siloé, la ladera occidental de Cali, fue durante el Paro Nacional uno de los escenarios donde ocurrieron más abusos por parte de la Fuerza Pública en todo el país. 16 personas asesinadas y otra suma de violaciones a los derechos humanos dejaron un total de 159 víctimas, así lo registró el Tribunal Popular de Siloé. A dos años de estos hechos violentos, sus madres mantienen viva la memoria de sus hijos. Pese al dolor y las afugias económicas, le gritan al país que no criaron ‘vándalos’ y que en cualquier caso a ninguno tenían por qué asesinarlo. 

Fecha: 2023-05-21

Por: ELIZABETH OTÁLVARO

Ilustración: Laura Hernández

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Italia esquivó la mirada de Jenny toda la noche. Eso fue el 3 de mayo de este 2023, cuando en la Glorieta de Siloé conmemoraron con una velatón dos años del asesinato de Harold Rodríguez, Kevin Agudelo y José Emilson Ambuila, tres jóvenes que murieron luego de la incursión desmedida de la Fuerza Pública durante otra velatón en memoria de Nicolás Guerrero, uno de los primeros jóvenes asesinados en el  Estallido Social del 2021. Esa noche se quedó en el recuerdo colectivo del barrio como “La masacre de Siloé”. 

Cuando Italia y Jenny por fin cruzaron las miradas se fundieron entre el llanto y el abrazo. Las dos conocen el mismo dolor. Jenny es la mamá de Harold e Italia perdió, 25 días después y en las mismas circunstancias, a su hijo, Michael Andrés Aranda.

Al encuentro de esa noche, en honor a la memoria de los hijos de la Comuna 20, Siloé, también asistieron Blanca, Omaira, Érica, Ángela, Elizabeth. A todas ellas el Estallido Social les cambió la vida. Sus hijos fueron asesinados o quedaron gravemente heridos, lo que ha dejado secuelas no solo en los cuerpos sino en las vidas de sus familias. Hoy, las madres de Siloé se suman a las experiencias de otras mujeres que se juntaron para compartir el duelo que la violencia les dejó. Las Madres de Soacha, las Mujeres Caminando por la Verdad de la Comuna 13 en Medellín y otros colectivos similares, ya le habían dado al país una lección de resistencia y dignidad ante la búsqueda de la verdad y la justicia. Lamentablemente, en Colombia, la historia tiende a repetirse. 

Son mujeres con duelos inconclusos, atravesando diversos estadios de depresión, estrés postraumático, fuertes malestares emocionales y, como si fuera poco, también deben lidiar con serias carencias económicas tras la ausencia de sus hijos. Ese es el resultado al cumplirse dos años de las protestas que marcaron un hito en la historia reciente de la movilización social en Colombia, al menos así se evidencia al escucharlas, y también así lo explican Juan David Bolívar y Jhina Marcela Lugo, dos de los psicólogos que han acompañado a las familias de las víctimas del Estallido Social, desde el trabajo que ha ejercido, como pocas organizaciones, la Pastoral Social de la Arquidiócesis de Cali. 

La salud mental es, de nuevo, una de las consecuencias más silenciosas de hechos de violencia como estos. Para la Organización Mundial de la Salud (OMS), en Colombia la presencia de síntomas emocionales y trastornos mentales entre las víctimas del conflicto es bastante alta. “Se ha identificado que hasta un 63 % presenta algún tipo de sintomatología clínica significativa, y hasta el 33 % cumple con los criterios para el diagnóstico de un trastorno mental”, según datos que presenta un estudio del Instituto de Investigación del Comportamiento Humano. 

En el caso de lo ocurrido durante el Estallido Social, tanto las víctimas como los defensores de derechos humanos han insistido que aquel suceso no puede enmarcarse dentro de la gran sombrilla que es el conflicto armado en Colombia, eso sería, por ejemplo, desconocer la desproporcionada actuación de la Fuerza Pública durante la Operación Zapateiro. Tal como lo ha documentado el Tribunal Popular de Siloé –un esfuerzo colectivo y popular por buscar justicia y verdad de manera alternativa–, esta operación militar desató el caos en la Comuna 20, Siloé, durante los días de bloqueos y concentraciones sostenidas. Fue la respuesta institucional tras las órdenes, especialmente, del presidente Iván Duque; de Diego Molano, ex ministro de Defensa, del General retirado, Eduardo Zapateiro, y del alcalde de Cali Jorge Iván Ospina.

El Tribunal Popular de Siloé y organizaciones como Memoria Viva Colombia, impulsada fuertemente por Laura Guerrero, mamá de Nicolás Guerrero, junto con otras voluntades como la de la Asociación Nomadesc, la Pastoral Social, colectivos barriales, comunitarios y otros defensores de derechos humanos, han sido el sostén de estas madres durante estos dos años de duelo. 

En Mutante quisimos hacer memoria de ese doloroso mayo a través de las voces de esas madres, conscientes de que las de Siloé son apenas un ejemplo, y que quedan por fuera muchas más que al igual que ellas han luchado por mantenerse de pie y, sobre todo, por hacer memoria de los hijos que les arrebató la violencia policial, militar, estatal. 

“Uno no tuvo un hijo para que la policía se lo quite”: María Italia

Italia alcanzó a cogerle la mano a su hijo antes de morir. “Yo estoy bien ma, yo estoy bien”, le repitió dos veces Michael Andrés mientras lo montaban a la ambulancia. Lo sintió tan frío que rápidamente supo que las cosas no estaban como su hijo quería hacerle creer. Más o menos eran las 5:30 de la tarde; a las 6:45 de la noche Michael murió en el hospital. “Alcanzó a decirme: ‘mamá, la policía me disparó”, me cuenta Italia mientras nos tomamos un jugo de tomate de árbol en el comedor de su casa en Siloé, minutos antes de salir junto a su esposo Abelardo, y Madeleine, su nieta de 5 años, hija de Michael. Debían ir a la actividad mensual en memoria de las víctimas del Estallido del 2021 convocada por el Tribunal Popular de Siloé.

“Me decía: ‘mamá, ¿y porque es que los muchachos cierran [las calles]?. Yo le decía papi, porque es que ellos están pidiendo por sus derechos, porque muchos no tienen trabajo, no tienen una casa…”, recuerda Italia que esa fue una de las conversaciones que sostuvieron de regreso a casa después de que Andrés, como prefiere llamarlo, la recogiera en la litografía donde ella trabaja desde los 15 años. Ahora ella tiene 49. “Entonces él me dijo: pero mamá, ¿y eso es bueno o es malo? Nunca olvido esas palabras de mi hijo. Y yo le dije, ‘papi eso es bueno, porque ellos están pidiendo lo que es de ellos’”.

A Michael le dispararon el 28 de mayo del 2021, exactamente a 30 días del inicio del Estallido Social en el país y en Cali, “la sucursal de la resistencia”, como muchos la llaman desde entonces. Italia sospecha que después de un mes de Paro Nacional se animó a salir a las marchas que convocaron las barras unidas de los equipos de fútbol caleños. Él, un fiel hincha del Deportivo Cali, según le contaron a Italia después, se gozó la marcha, bailó, saltó y cantó. “Uno no tuvo un hijo para que la policía se lo quite”, dice con mucha contundencia. Y ella misma se sorprende, pues recuerda todas las veces que le costó tomarse la palabra durante estos dos años, todas las veces que su voz se quebró, todas las veces que la rabia, el odio y la desesperación fueron más fuertes que ella. 

“En el Tribunal hemos hecho tejido social con las mamás de los otros jóvenes que han asesinado. Y lloramos, nos reímos, nos abrazamos. Un día está derrumbada una y entonces ahí está la otra como dándole el empujoncito. O a veces todas amanecemos muy chillonas”, dice Italia para recalcar la importancia que ha tenido reconocer que otras mujeres, otras madres como ella, están atravesando un duelo similar. “Nos quitaron tanto que hasta el miedo se nos llevaron”, y es por eso, dice, que ya no le da pavor agarrar el megáfono y repetir las arengas que han ido construyendo durante el trabajo por la memoria de sus hijos. Así lo hizo el primero de abril en la Glorieta de Siloé, en uno de los tantos actos de memoria de los que ya hemos hablado. Ese día sintió que Abelardo se derrumbaba un poco más que ella. “Aunque a veces nos derrumbamos juntos”, cuenta. 

Abelardo es su esposo y también uno de los rostros más visibles entre los familiares de los muchachos asesinados en el Estallido Social al oeste de Cali, lo que asusta a Italia. “Uno no sabe esa gente de qué sea capaz y él ya se ha expuesto mucho”, señala. Y es cierto que él siempre está. En cada plantón, en cada marcha, en cada ejercicio de incidencia, como han decidido llamar a las acciones que los hacen visibles. Desde el asesinato de Michael, Sara, la hija menor de Abelardo e Italia, se encarga del taller de motos familiar que ocupa el primer piso de tres que tiene la casa de la familia Aranda Pérez. Italia trabaja de 7 a.m. a 5 p.m. y, mientras tanto, Abelardo se dedica a la memoria de Michael y al cuidado de Madeleine. Un juego de roles atípico que han decidido en familia.

Italia y Abelardo fueron novios 15 días en su juventud y luego se fueron a vivir juntos. Eso fue hace 27 años, un año más de los que tendría hoy Michael Andrés, su primer hijo. Cuando yo era joven, siempre decía que mi primer hijo tenía que ser un hombre, porque él era el que me iba a decir, algún día: ‘Mamá, ya no trabaje más que yo la voy a mantener’”. Entonces, le pregunto a Italia que cuánto tiempo más quisiera trabajar, y me dice que dos años, mientras termina de pagar la deuda de una casa en Piendamó, Cauca, cerca de donde nació Abelardo. Una casita que meses antes de su muerte, Michael quería comprar. En un futuro no muy lejano, ella y su esposo, proyectan montar allí un museo en memoria de su hijo. 

En Italia puedo ver el rostro de mi madre y el de todas las madres obreras cuyo sacrificio es quizá la única garantía de una vida digna para sus hijos. También me confesó que Michael Andrés le reclamaba mucho por “tanta trabajadera”. Un día le dijo: “Ma, yo no le pedí una casa de ladrillo, yo prefiero una casa en esterilla, pero con usted al lado”. Y esas palabras le calaron tanto los huesos que por eso siente que Sara, su hija menor, necesita más que nunca los cuidados de su madre.

¿Y quién te cuida a ti?, le pregunto. 

Esta pregunta, entre una risa tímida que se mezcla con un sollozo, le recuerda a su hijo, como todo, como cada cosa desde hace dos años. “Michael Andrés me decía que él se encargaba de mí y que Sara del papá”. 

¿Y, entonces, qué es lo que más necesitas en este momento, Italia?, le vuelvo a preguntar. 

“Yo como madre pienso que aquí terrenalmente nada nos va a quitar este dolor. De pronto que las personas que cometieron este genocidio, esa masacre, paguen. ¿Quién dio la orden? ¿Quién disparó? ¿Y por qué lo hicieron? Eso sería lo que nos aliviaría un poquito”. La denuncia la interpusieron en compañía de la Asociación Nomadesc, y aún no avanza, “no avanza absolutamente nada, la Fiscalía no dice nada”, precisa Italia. 

“Mi hijo nunca tuvo tiempo de ir a meterse en eso, pero yo sí decía, si yo pudiera me metía ahí”: Blanca

Blanca Imbachí casi no podía caminar por esos días. Estaba iniciando un proceso de quimioterapias por un cáncer avanzado que le descubrieron en el colon, hígado y pulmón. Recuerda que hace dos años recibió la noticia mientras estaba acostada en el pequeño cuarto que su nieta y el esposo de su nieta tienen reservado para ella, al lado de la cocina, en su casa que es también un sótano incrustado en la montaña de Siloé. “Arriba, arriba”, me señala mientras nos tomamos un tinto en la cafetería de ‘El paisa’, al lado del ‘romboy’, como es conocida la Glorieta sobre la avenida de los cerros y que da inicio al barrio, en el mismo lugar donde fue asesinado su hijo dos años atrás. 

“¡Dígame la verdad, es mi niño, mi bebé, qué le pasó!”, cuenta que le gritó a su nieta, con vehemencia y tomándola de los hombros, después de que escuchó que ella contestó la llamada en la que supieron que Jhon Arenas Imbachí había sido asesinado mientras conducía. Iba en compañía de su esposa quien, según le contó a Blanca, pensó inicialmente que Jhon había tenido un ataque epiléptico de aquellos de los que sufría. Pero el carro primero frenó y luego se volcó. Una bala atravesó la espalda de Jhon y murió casi de inmediato, porque según la historia clínica, al hospital llegó sin signos vitales.  

Habían pasado 43 días desde el inicio del Paro Nacional, o del Estallido Social, como muchos  prefieren llamar a esa movilización popular. Era 10 de junio y en Siloé ya se podían contar al menos 15 personas asesinadas, decenas de heridos y familias rotas intentando asumir un dolor aún fresco e inexplicable. La rabia se mezclaba con el cansancio.

Antes de que asesinaran a Jhon, el único contacto de Blanca con el estallido en las calles era la explicación que cada tanto tenía que darle a los muchachos de Primera Línea sobre su proceso de quimioterapia para que la dejaran atravesar los bloqueos. “Mi hijo nunca tuvo tiempo de ir a meterse en eso, pero yo sí decía, si yo pudiera me metía ahí”, me cuenta Blanca. Jhon Arenas tenía un carro con el que trabajaba como conductor para sostenerse a él, a su esposa, sus dos hijos y a su mamá. “Él (se) mantenía pendiente, me llevaba a las quimios, ‘mamá, vamos al médico’, ‘mamá, qué necesita’. Era mi único hijo varón, porque yo apenas tuve dos hijos, y pues mi hija [suspira]… usted sabe que las mujeres se mantienen más sujetas al marido, al trabajo y a los hijos”. 

“La muerte de Jhon fue lo que hizo que los muchachos levantaran el punto de resistencia, uno de ellos me dijo ‘ese man era un inocente”‘, me contó David Gómez, quizá uno de los líderes más importantes de Siloé. Él mismo parece ser la memoria viva de un barrio autoconstruido, “popular y pobre”, como me dice que habría querido llamar al Tribunal Popular de Siloé, uno de los procesos derivados del Estallido Social, al que tanto él como Blanca pertenecen. Antes del tribunal, David ha liderado por 25 años el Museo Popular de Siloé, pero más allá de eso es quizá una de las personas que mejor conoce cualquier recoveco de estas lomas. Tanto, que es también el confidente de los unos y los otros. 

David también recuerda el día que vio por primera vez a Blanca; para ese momento ella no había cumplido 60 años, pero su cuerpo se veía mucho más envejecido. Eso fue el 10 de septiembre del 2022, el día que el Tribunal hizo un acto simbólico en el Palacio de Justicia en Cali, un día antes de hacer público el escrito de acusación ante la ciudadanía. Este documento recoge las primeras evidencias de los 18 hechos que dan cuenta de la sistemática violación a los derechos humanos por parte de la Fuerza Pública, allí en la Comuna 20, Siloé. 

Un cuerpo curvado y enfermo fue lo que vieron David y sus compañeros. “Yo tenía dos o tres días de que me habían hecho esa quimio, que eso lo deja a uno tirado en la cama sin fuerzas para nada”, me cuenta Blanca recordando la llamada de su hija de ese mismo día para contarle que había visto un cartel con la foto de Jhon, en el Palacio de Justicia, al lado de donde suele trabajar como vendedora ambulante. Contestó la llamada en el mismo lugar y de la misma manera en el que había recibido la noticia del asesinato de Jhon, un poco más de un año después, en su cama y enferma. Aunque esta vez un poco más enferma que la anterior porque el dolor por el asesinato de su hijo desgastaba cada vez más su cuerpo. Fue por esa casualidad que Blanca supo del proceso colectivo y popular que buscaba justicia por su hijo y los demás jóvenes caídos en Siloé, 16 en total.

“¿De quién ha recibido apoyo, doña Blanca, además de la gente del Tribunal Popular?”, le pregunto. “Ja, de mi mamá. Ella me ha apoyado mucho en el proceso de quimio y todo eso. Yo cada que puedo estoy con ella. Tiene 76 años, pero es un roble, espere yo se la muestro”. Saca su celular y me muestra con orgullo la foto de su mamá. “Se ve más aliviada que yo, ¿cierto?”, me dice. 

Su madre, su nuera, su nieta, su hija, la abogada que lleva su caso, también Omaira, Italia, la mayoría mujeres, todas atravesadas por el Estallido Social, todas juntas han tejido la red y el soporte que hoy tiene a Blanca activa en los espacios que honran la memoria de John y que buscan esclarecer quién y por qué mataron a su hijo. 

“¿Por qué callar la voz de de unos jóvenes que tenían sueños?”: Omaira

Omaira Cerón recuerda que esa noche del 3 de mayo todo era zozobra. Se escuchaban los disparos como si fuera una guerra. A su puerta llegó un muchacho que tocó con fuerza y les dijo “nos están matando, nos están matando”. Ella en ese momento no imaginó que a alguno de sus hijos pudiera pasarle algo porque ellos “no eran de eso”, me dice. No solían participar de ningún tropel. En ese primer momento, junto a su hija, se dedicó a orar y a buscar al primo de sus hijos que estaba desaparecido.

Más tarde se percataron de que Andrés, uno de sus hijos, no estaba en casa, lo que ya era extraño. Hicieron varias llamadas para buscarlo y en una de esas supieron que estaba herido en el hospital. Omaira rápidamente se puso una sudadera y llegó a verlo. Ese momento le cambiaría la vida, a ella y a toda su familia. 

“No me dejaron verlo. Me las ingenié y les dije que me habían pedido unos pañales y unos pañitos y entonces me dejaron subir. Y qué dolor tan grande cuando ví a mi hijo con todos esos aparatos en su boca y cuerpo. Ni cuando yo di a luz  me tocó ver tanta cosa junta, porque jamás se enfermaron, yo los cuidaba mucho”, cuenta. 

Dos años atrás, ese 3 de mayo y según el relato que repite de memoria Omaira, Andrés llegaba de la fábrica de maniquíes donde trabajaba en ese momento, en el centro de Cali. Se encontró el tropel en la Glorieta de Siloé, un caos sin precedentes. Los disparos eran tantos que decidió no correr y resguardarse detrás de un árbol. Sintió que algo le calentaba las piernas. Era su propia sangre después de que un proyectil se las atraviesa a la altura de los muslos, casi de la cadera, de lado a lado. A su lado, mientras tanto, agonizaba Kevin Agudelo, uno de los tres asesinados ese día de ‘La masacre de Siloé’. 

Su hijo no se llama Andrés, pero así prefiere que le digan, así lo conocen sus amigos. Había un cartel que lo daba por muerto y esa es la razón por la que Omaira cree que al hospital no llegó ninguna autoridad a tomar la denuncia de lo que había pasado. Él es un sobreviviente de la Operación Zapateiro en Siloé. Su movilidad ya no es igual, se cansa rápido, no puede hacer trabajos que impliquen mucha fuerza y apenas tiene 29 años. Necesita cuidados, muchos más de los que a veces puede darle Omaira, una mujer cabeza de familia, con cinco hijos y cinco nietos. 

Omaira ya me ha contado varias veces la historia de su hijo. Nos hemos visto en más de una de las actividades que conmemoran los dos años del Estallido Social, en la olla comunitaria, en la obra de teatro, en la velatón. Con tal de no faltar a las reuniones, camina horas si es que ese día el dinero no le alcanza para los pasajes, casi siempre acompañada de Alejandra, su hija menor. Omaira le tiene miedo al olvido, me dice, y teme que sean los foráneos los que instrumentalicen o se lucren del dolor de las familias de los asesinados y los sobrevivientes, por eso es que siente la necesidad de estar siempre presente, al menos siempre que el cuidado de sus hijos y sus nietos se lo permitan. En la memoria ha encontrado un lugar y en colectivos como Memoria Viva Colombia o El Tribunal Popular de Siloé, un sentido de vida. Ha aprendido tantas cosas sobre los derechos humanos y la historia política del país, tal vez como nunca antes pudo hacerlo. 

En cambio Andrés es esquivo, preferiría dejar atrás esa noche que le atravesó el cuerpo y lo dejó con miedo al estigma, al señalamiento. Es su madre la que se ha encargado de alzar su voz, en su nombre y en el de sus vecinos. Yo sí quiero es que se haga justicia y se haga verdad. Que se sepa: ¿quién y por qué mandaron a matar a los muchachos. ¿Por qué tanto asesinato? ¿Por qué tanta cosa? ¿Por qué callar la voz de de unos jóvenes que tenían sueños, que querían alcanzar muchas, muchas metas y desafortunadamente les quitaron la vida teniendo 14, 15, 16, 17 años?”, me dice. 

Santiago Medina es el abogado que lleva desde hace poco tiempo el caso de Andrés. Me cuenta que gracias a las fotografías, los videos y la historia clínica con la que cuentan, es posible establecer ciertos indicios que confirmarían que solo la suerte lo salvó de ser uno más de los jóvenes asesinados esa noche, como Kevin, Harold y Jose, que son los caídos ese día y cuyo caso colectivo es el más avanzado en términos de justicia ordinaria con respecto a los demás en Siloé. “El disparo, por la altura y todo eso, se nota que intentó ser mortal. Sino que por el movimiento de él, pues se salvó. Pero si al lado una persona murió, quiere decir que realmente lo que pretendían era matarlo”, precisa el abogado. 

Omaira cree que Andrés se salvó por “una cadenita de casualidades muy bonita que hizo mi Dios”. Ahora su fe está puesta en la posibilidad de alcanzar verdad y reparación, aunque apenas inició el proceso judicial, para que lo ocurrido con su hijo no quede impune. Ella me cuenta que ha hecho todo lo que ha podido en estos dos años, por ejemplo participó del cuidado de huertas urbanas, a través de la estrategia ‘Cali incluyente’, adelantada por la administración municipal como una de las alternativas ofrecidas a los jóvenes y sus familias después del Estallido Social. Allí tenía que limpiar los escombros. Le pagaban 800 mil pesos, es decir, ni el mínimo. Al principio le daban refrigerio y le subsidiaban los pasajes, ya después, si acaso, la recibían con un pan. Las huertas siguen existiendo, pero el programa se terminó para ella y sus compañeros. Salió frustrada y decepcionada. 

Sin embargo, dice, “yo le coloqué ‘la huerta milagrosa’, pero eso se llama allá ‘Vientos de Libertad’. Le coloqué así porque mirábamos cómo se daban las cosas: sembramos cilantro, se dio; sembramos pepino, también se dio; la lechuga, el tomate”. Y así mismo espera que se dé la justicia. Además anhela que las ayudas no solo vengan de voluntades esporádicas, sino de estrategias a largo plazo que los incluya de verdad, de una institucionalidad capaz de volver la mirada hacia familias como la suya, donde al quitarles a los jóvenes que hirieron o asesinaron, no solo se les llevaron parte de la esperanza y dignidad, sino una de las maneras de subsistir económicamente. “No podemos manicruzarnos, porque la vida sigue. Mi hijo, claro que me ayudaba. Ahora no puede decir ‘voy y le colaboro a mi mamá’, no es lo mismo estar bien a que ya esté impedido para sentarse, para pararse… Él va y trabaja uno o dos días en lo que le salga, porque le toca sentado, pero todo el día parado no aguanta”. 

Estas tres mujeres si acaso se habían visto entre las lomas y las callecitas estrechas de Siloé. Ahora que comparten un mismo dolor, unas mismas preguntas, unas formas de hacer memoria, unas nuevas convicciones políticas, se entienden como una familia. Entre ellas saben lo que necesita la otra: compañía, alimentos, un abrazo, un pasaje. Sobre todo, saben que aunque la verdad y la justicia oficiales les sean esquivas, la lucha que comparten es dignificante y sanadora. Ni silencio, ni olvido, es lo que difícilmente se cansarán de repetir.